La noche los había envuelto como un manto, sellando aquella unión que horas antes parecía imposible. Horus y Hespéride yacían en la gran cama de la mansión, rodeados de cortinas oscuras que colgaban del dosel como velos de sombra. El mundo exterior, con su guerra y su ruido, se había desvanecido, quedando solo la respiración acompasada de dos seres que habían cruzado una línea invisible.
Dormían abrazados, como si el instinto más primitivo y verdadero los hubiera obligado a unirse. Horus, el príncipe de hielo con el don primordial del tiempo, mantenía un brazo rodeando la cintura de la bruja, atrayéndola contra su cuerpo frío, pero no hostil. Su rostro reposaba en la curva de su cuello. Exhalaba un suspiro que rozaba su piel como un viento helado.
Hespéride, con los labios apretados, tenía una mano apoyada sobre el pecho firme de Horus, escuchando el ritmo de su corazón, lento y constante.
Habían empezado como enemigos. Él, como aquel príncipe exiliado que había perdido a todo su lin