La penumbra de la mansión los envolvía como un manto protector, aislándolos de la guerra que aún se respiraba en el horizonte. Horus seguía con la cabeza sobre el regazo de Hespéride, respirando con serenidad tras aquel beso que había sellado algo más que un instante: un pacto íntimo, profundo, irrompible.
La bruja púrpura alzó una mano. Sus dedos dibujaron símbolos invisibles en el aire, y la oscuridad, obediente, se arremolinó en torno al cuerpo de Horus. No fue un arrastre brusco, sino un movimiento suave, como si el propio vacío lo acunara. En un parpadeo, la penumbra lo transportó hasta la bañera de mármol, amplia y blanca, que aguardaba en la cámara contigua.
El agua ya lo esperaba tibia, perfumada con esencias y flores que flotaban en la superficie. Apenas su cuerpo fue depositado allí, la armadura que llevaba se disolvió con la misma magia de Hespéride, desintegrándose como humo oscuro que se fundía con la penumbra de la sala. Quedó al descubierto la piel blanca, casi luminosa