La ciudadela entera se preparaba con entusiasmo. El cumpleaños número veinticinco de Horus no era solo una celebración personal: era el símbolo de esperanza de un pueblo que había resistido quince años oculto, sobreviviente al filo del yugo de Atlas.
Los hornos de barro ardían desde temprano. Las mujeres amasaban pan con manos curtidas y sonrientes, mientras la harina flotaba en el aire como un velo blanco. Pequeños pasteles de miel y frutos secos se horneaban en bandejas rústicas, desprendiendo un aroma dulce que se mezclaba con el humo de las hogueras. Artesanos modelaban figuras de madera, pequeñas piezas talladas con paciencia para ser obsequios al príncipe: caballos en miniatura, amuletos, cuchillos ceremoniales. Las manos de los herreros repicaban en los yunques, forjando lanzas y espadas no solo para la guerra, sino para mostrarle a Horus cuánto habían avanzado bajo su liderazgo.
En la plaza central, los niños ensayaban danzas circulares. Se movían torpemente al principio, rien