El día del cumpleaños número veinticinco de Horus amaneció con un bullicio inusual en la ciudadela. Desde mucho antes de que el sol terminara de asomar entre las montañas, la plaza central ya estaba llena de movimiento. Los vendedores improvisaban puestos con telas coloridas; unos ofrecían frutas en grandes canastos, otros panecillos recién horneados cuya fragancia cálida atraía a los niños como abejas a la miel. Los artesanos mostraban orgullosos sus creaciones: brazaletes de cobre, collares de piedras pulidas, arcos tallados con precisión, pequeñas esculturas de hueso y madera que representaban lobos, águilas y otros símbolos de poder.
El aire se llenaba de voces mezcladas: saludos, exclamaciones de admiración, risas. Un grupo de ancianos bebía hidromiel en jarros toscos, comentando en voz alta las hazañas de Horus y discutiendo si su fuerza superaba a la de su difunto padre. Los jóvenes competían en pequeños juegos de destreza: lanzar cuchillos a troncos, trepar por postes lisos, s