Bajo la noche cálida del norte, donde el aire tropical permanecía denso aun después del anochecer, el campo de batalla quedó suspendido en un silencio reverencial. Cada soldado; rebelde o imperial, contuvo la respiración al ver a Leighis y Hespéride frente a frente, dos presencias que cargaban una magnitud espiritual capaz de rivalizar con la de sus propios monarcas. No había necesidad de anunciar el inicio; las dos parecían comprender, en un instante compartido, que ese duelo era inevitable, que debía ocurrir allí, ante todos, para definir no solo la guerra, sino la balanza misma del destino.
La primera en moverse fue Leighis.
Su figura blanca se desvaneció en una línea dorada que rasgó la oscuridad como una flecha divina. El aire ondeó detrás de ella con un silbido vibrante, casi musical. La emperatriz reapareció sobre la multitud, suspendida en el cielo con una elegancia que parecía de otro mundo, sus brazos extendidos hacia los costados mientras su luz irradiaba con creciente inte