Horus estaba exhausto en un nivel que su cuerpo ya apenas podía sostener. Sentía cada músculo arder, cada articulación temblar, cada pulso latir con una lentitud irregular. Días seguidos retrocediendo el tiempo, alterando la realidad a voluntad, conteniendo asedios completos, congelando tropas, desbaratando escuadras enteras, enfrentando a los gigantes y, sobre todo… resistiendo a Atlas. La magia se le hervía en las venas como si quisiera escaparse de su cuerpo. Su respiración era áspera, pesada, húmeda por el sudor que corría por su cuello.
Pero no iba a morir.
No aquella noche.
No frente al tirano que había destruido su linaje.
Sus ojos, habitualmente plateados, se encendieron en un destello que desarmó el corazón de quienes lo observaban. Se expandieron en un estallido cromático de doce colores superpuestos, como un abanico que contenía los tonos del amanecer y del ocaso al mismo tiempo. Era el anuncio de que retrocedería el tiempo nuevamente, que abriría una brecha en la secuencia