Leighis curaba a Atlas de manera seria y calculada. Se inclinó junto al trono y apoyó el cetro sobre un banco pequeño; sus dedos dorados trazaron sigilosas figuras en el aire mientras sus oraciones de luz se volvieron rituales de vendaje. No perdió ni un gesto: limpió las llamas adheridas a la piel, arrastró ceniza y sangre con una precisión que parecía prisa contenida, y luego aplicó manos que ya no temblaban. Su magia no era explosiva ni efusiva; funcionaba como un bisturí que reparaba tejidos y cerraba venas, restaurando el calor justo donde la escarcha había hecho mella. El emperador permaneció inmóvil, la respiración medida, mientras su guardiana administraba el alivio con gesto profesional.
Tras la noticia de que Horus vivía, el afecto que Leighis sentía por Atlas se tornó en distancia. No había traición teatral ni gritos: sólo una certeza fría. Su primer amor seguía anclado en su pecho como una realidad inamovible, y ninguna grandeza imperial la desarraigaba de aquello. Curó al