El pelaje marrón de Atlas se erizaba mientras avanzaba como una montaña viviente, con sus garras abriendo surcos profundos en la tierra caliente que se estremecía bajo su peso. Horus, el lobo blanco de ojos grises, se arrojó contra él con la velocidad de un meteorito helado; su cuerpo dejaba un rastro de escarcha que chisporroteaba contra los fragmentos incandescentes que Atlas desprendía a cada zancada. Hespéride, negra y elegante como una sombra consciente, se movía a su lado con la precisión de una hoja de obsidiana: cada salto, giro y estela violácea que dejaba en el aire era una advertencia a la vida misma. El choque entre los tres resonaba como una batalla entre tempestades.
Leighis, que minutos antes había permanecido sin aliento y sangrando, cerró los ojos y colocó sus manos sobre su pecho. La luz dorada brotó de ella como un amanecer repentino, recorriendo su piel, cerrando heridas, recargando su magia. Su respiración volvió firme. Se levantó con una expresión helada y serena