El fuego que aún crepitaba alrededor de Atlas iluminó su rostro con un fulgor anaranjado que no logró ocultar la conmoción que lo atravesó. El emperador, aquel coloso que jamás había permitido que la sorpresa lo quebrara, quedó inmóvil cuando vio la transformación completa de la bruja encapuchada. El cabello púrpura ondeando como llamas invertidas; los ojos violetas que parecían contener épocas enteras; las marcas místicas recorriendo su piel como constelaciones vivientes.
Su mente, acostumbrada a procesar estrategias y a dominar campos enteros, no logró comprenderlo al instante. Era imposible. Era absurdo. Era una ofensa a su lógica.
Él la había herido de muerte y sus hombres la habían decapitado. Había guardado su cabeza como trofeo, conservada en su cámara sellada con la magia del imperio, junto con el cuerpo de los Khronos, el único linaje y la persona que podían vencerlo y causarle mal, los habían exterminado.
La incredulidad estalló en sus pupilas marrones. Aquel gesto suyo, tan