En medio de la guerra, aquella escena resultaba un contraste impensable. Afuera, los ejércitos se preparaban para otro día de fuego y acero; dentro de la mansión, la vida misma se aferraba a la calma. Horus yacía aún recostado en la cama, con el pecho vendado y la respiración acompasada, rodeado por Hespéride y sus tres hijas. El silencio que llenaba el cuarto era profundo, interrumpido solo por los murmullos del viento que entraban por los ventanales abiertos.
El ocaso comenzaba a pintar el cielo con tonos de cobre y anaranjado. Los cristales de las paredes reflejaban aquel resplandor cálido que se mezclaba con la penumbra interior, bañando las pieles, los cabellos y las marcas púrpuras de Hespéride y sus hijas en un juego de luces y sombras. Parecía una escena ajena a la guerra, una burbuja suspendida entre la destrucción y la esperanza.
Ásterope se acurrucó al costado derecho de su padre, apoyando la cabeza sobre su brazo. Érika lo observaba con atención, trazando con sus pequeños