La guerra se desató con una violencia que ningún reino del continente había presenciado jamás. La unión de brujas, druidas, magos del rayo y guerreros rebeldes avanzó como una ola indetenible, arrasando con la primera línea imperial. Desde el cielo, las hechiceras de Hespéride lanzaban descargas de oscuridad y rayo magenta que explotaban contra los gigantes enemigos, desgarrando armaduras, carbonizando piel y desintegrando carne. Los druidas aparecían y desaparecían entre destellos blanquecinos, golpeando con ráfagas de electricidad pura que atravesaban incluso el hierro templado. Cada impacto era un trueno, una marca luminosa que se quedaba suspendida unos instantes antes de desvanecerse, como si la misma atmósfera ardiera bajo la voluntad de la Luna púrpura.
Los gigantes de Atlas, que siempre habían sido el símbolo de su poder, comenzaron a caer con un estruendo que hacía vibrar los huesos del campo entero. Uno tras otro, impactaron contra el suelo, vencidos por el fuego magenta que