El estallido del enfrentamiento volvió a partir la noche en dos mitades: una teñida de fuego y tierra enloquecida bajo los pies del emperador, y la otra iluminada por escarcha, rayos y oscuridad danzante alrededor de Horus y Hespéride. Apenas se acercaron a Atlas, la tierra se elevó en columnas grotescas, como si respondiera a un latido profundo que solo el titán podía comandar. De aquellas torres de roca emergieron espinas, bordes afilados, fragmentos que salieron disparados como proyectiles y que trastabillaban a rebeldes e imperiales por igual, arrancándoles gritos o haciéndolos rodar entre los bordes del precipicio recién formado. Algunos soldados, sin importar bando, perdieron el equilibrio y fueron tragados por la profundidad feroz; sus voces se perdieron rápidamente en el eco de la tierra viva.
Horus respondió con un barrido amplio de su brazo derecho. La escarcha salió como un viento gélido, empapando el aire con un brillo azulino que congeló parte del borde del abismo, endure