En la llanura, mientras Horus se entregaba al descanso necesario, en el campamento imperial la actividad no cesaba; las carpas se agitaban con órdenes, mapas y susurros que se disgregaban como humo. Atlas permanecía en su atalaya de piedra, los dedos apoyados en el brazo del trono, los ojos marrones escudriñando el horizonte; su gesto era de hierro. A su alrededor, los generales se aproximaban con rostros curtidos y planes burilados en la mandíbula. La retirada había servido para reacomodar piezas; ahora la conversación era estrategia y cálculo, diseño de hambre contra el tiempo que enviaba Horus.
—El Khronos ha iniciado una revuelta en contra de mí —dijo Atlas con voz que no pedía respuesta; la palabra cayó como una sentencia—. Matarlo rápido no es justo. Asesinaremos a todos los que ama… Lo haremos perder el control y sentirá la agonía de la impotencia.
Sus palabras produjeron un efecto tan frío como su modo de decirlas; los presentes las recibieron como instrucciones letales. Los g