Horus estaba en su carpa, solo, sumido en un silencio espeso que apenas dejaba espacio para respirar. El calor del norte se filtraba por la lona oscura como un enemigo invisible, abrasándole la piel, sofocando su mente. Era hielo y tiempo; su cuerpo estaba hecho para el frío, para la calma, para la quietud del invierno. Aquel aire cálido y denso lo agotaba, lo derretía desde dentro. Cada gota de sudor que descendía por su cuello era un recordatorio de que ese clima era su mayor enemigo, un entorno que lo desgastaba más que las espadas del enemigo.
Sus manos descansaban sobre los brazos del trono improvisado en el centro de la tienda, hecho de madera y pieles. Los guantes estaban manchados de escarcha seca. Las venas de sus antebrazos aún brillaban con un leve resplandor azulado, pulsando con los últimos rastros de su magia. En la penumbra, su respiración era pausada, aunque tensa. El cansancio lo envolvía como un manto invisible.
Podía oír, a lo lejos, los murmullos de los heridos y l