La noche se había derramado sobre la ciudadela como un manto pesado y silencioso. Afuera, el murmullo de la rebelión recién encendida se extendía como fuego sobre un campo seco: rumores, cantos de libertad, templos profanados con nuevas proclamas, antorchas encendidas, soldados desertando de guarniciones imperiales. Lo que Hespéride había desatado no se apagaría con facilidad.
En la segunda mansión secreta, aquella donde se celebraban los consejos de guerra, las velas temblaban sobre un gran mapa extendido en una mesa de madera negra. Encima de él, decenas de figuras talladas representaban los ejércitos, ciudades y rutas principales del continente. Un brillo rojizo, proveniente de una lámpara mágica, marcaba la zona imperial. Las fichas doradas mostraban los asentamientos rebeldes, los reinos neutrales y las zonas aún bajo disputa.
Hespéride mantenía su identidad oculta: Heres. Su cabello negro caía como una sombra sobre los hombros, sus ojos oscuros parecían pozos insondables, y las