La lluvia caía sobre las almenas de la capital imperial como si el cielo mismo quisiera advertir del presagio que pendía sobre todo el continente. Era una noche sin luna, de un silencio contenido que precedía a la tormenta. En el palacio usurpado a los Khronos, dentro de la sala del trono, se alzaba la figura imponente de Atlas, el Emperador Gigante, con los brazos apoyados en el espaldar ornamentado. La antorcha central proyectaba un fuego pálido que teñía su rostro de sombras quebradas, realzando su mandíbula marcada y la dureza glacial de su mirada.
Aún resonaban en los corredores las palabras de proclamación de Horus, la voz rebelde que había roto el silencio imperial y encendido una llama en territorios antes obedientes. No se trataba de un motín menor. Era un desafío abierto, audaz y calculado. Por primera vez en décadas, alguien había osado pronunciar su nombre en tono de igual. Y eso, para Atlas, era un sacrilegio.
Frente a él, en un semicírculo, se encontraban sus titanes más