Horus vio el temblor de Leighis. De sus manos salió escarcha blanca, cubriendo los barrotes de luz y los hizo estallar, liberándose de su prisión mágica. El sonido fue ensordecedor; los fragmentos de luz cayeron como cristales que se desvanecían antes de tocar el suelo. Horus se giró hacia los krónidas, y su mirada plateada brilló con una fuerza que no era solo mágica, sino ancestral, una chispa del tiempo mismo que corría por su sangre.
La voz de Némesis retumbó por segunda vez, ahora más fuerte:
—¡Pueblo de Krónica! Es costumbre que los ciudadanos y nobles le muestren respeto a sus monarcas. Sin embargo, eso hoy va a cambiar —dijo él con sus palabras atravesando el aire como un trueno—. En nombre de todo mi linaje me disculpo por no haberlos podido proteger de su infortunio, dolor y agonía.
Su voz resonó por toda la plaza, profunda y dolida, como si cada palabra arrancara fragmentos de su alma. Los krónidas lo miraban sin poder creerlo. Aquel hombre que irradiaba poder y desafío era