La noticia corrió como fuego indomable en un campo seco: Némesis había vencido a los seis asesinos de Atlas, los más temidos cazadores del imperio. En los pasillos de los palacios sometidos, en las tabernas clandestinas y en los campamentos de refugiados, se murmuraba el mismo nombre con reverencia y esperanza. Allí donde antes se susurraba con miedo, ahora se gritaba con fervor: Némesis, el azote del emperador.
No tardaron en llegar los primeros mensajeros. Reinos que aún resistían en las montañas, aldeas escondidas en los bosques y ciudades que vivían bajo cadenas se atrevían a enviar delegados. Algunos buscaban armas, otros buscaban protección, pero todos sabían que aquel enmascarado no era un simple guerrero: se estaba convirtiendo en un símbolo.
La primera gran alianza nació en el corazón de los llanos de Orvanyr. Ese reino, gobernado por la reina Melyra, había sufrido décadas de saqueos por parte de los generales del imperio. Su gente trabajaba la tierra solo para alimentar a su