En las jornadas siguientes, mientras el pueblo trabajaba en la reconstrucción, Némesis y Hespéride seguían cuidando de las niñas como sus padres. Él se encargaba de vigilar desde lo alto, siempre alerta, mientras ellas jugaban en el patio con flores y piedras. Hespéride reía en silencio al verlas, y a veces lo miraba de reojo; él correspondía con esa mirada firme y ardiente que no necesitaba palabras.
Cada día que pasaba, la confianza entre ambos crecía como un fuego que no se apagaba. Ya no eran solo aliados ni compañeros de guerra; eran dos almas entrelazadas que habían encontrado en medio del caos la calma del otro. Y aunque sabían que Atlas preparaba su furia, ninguno dudaba de que juntos resistirían lo que estaba por venir.
El imperio se agitaba; el contraataque era inminente. Pero en esa casa iluminada por fuego, donde un guerrero enmascarado y una hechicera de cabellos rojos velaban por sus hijas, el mundo entero encontraba un corazón imposible de doblegar.
Atlas no toleraba má