No supe cuánto tiempo había pasado desde que Kael me había sacado de aquella casa. Todo era un torbellino: los disparos, el rostro desfigurado por la furia de Dorian, la confusión, el miedo. Ahora solo quedaba el silencio… un silencio tan profundo que dolía.
Desperté en una cama amplia, cubierta con sábanas blancas que olían a lavanda. Afuera, el murmullo del mar se colaba por la ventana. El sonido de las olas chocando contra las rocas me resultaba extrañamente familiar. No sabía por qué, pero me calmaba.
Parpadeé varias veces. La habitación era espaciosa, cálida, decorada con tonos tierra y madera clara. No había barrotes. No había candados.
Solo la puerta cerrada, pero sin llave.
Cuando intenté incorporarme, una punzada me atravesó la cabeza. Me llevé la mano a la sien y, por un segundo, una imagen fugaz cruzó mi mente: unas risas infantiles, dos voces llamando mi nombre.
—Mamá…
Me estremecí. No sabía de dónde venía ese recuerdo, o si era siquiera real. Quizás era mi mente jugándome