Me miré en el espejo de la vieja habitación que la abuela me había preparado. El cristal estaba manchado por los años, y aun así me devolvía mi propio reflejo con una nitidez cruel.
La gente siempre habla de cómo el tiempo suaviza los rasgos, de cómo las heridas se desdibujan. No era cierto. Yo veía cada grieta en mi rostro, cada línea grabada por la rabia, cada sombra en mis ojos. No era la Anya que se había ido. Esa mujer estaba muerta, y la que había vuelto no buscaba ternura ni consuelo.
Sonreí. La abuela había llorado de alegría al verme, sus brazos temblorosos rodeándome como si quisiera evitar que desapareciera de nuevo. Danae casi se desmayó, pobre ingenua. Intentó ocultar su miedo, pero lo vi. Lo olí. Lo sentí en el temblor de sus manos cuando me abrazó. Ella sabe. No puede explicarlo todavía, pero en su interior, sabe que la hermana que conoció no está aquí.
Me recosté en la cama, dejando que la madera vieja crujiera bajo mi peso. Cerré los ojos un momento, evocando un nombr