La noche olía a sal y traición.
El viento soplaba con fuerza desde el mar, levantando las lonas oxidadas del muelle abandonado donde debía concretarse el supuesto intercambio. Había algo en el aire, un silencio demasiado denso, demasiado controlado.
Mis pasos resonaban sobre la madera húmeda mientras mis hombres se mantenían a distancia, vigilando las sombras.
—Todo claro, jefe —escuché por el comunicador—. No hay movimiento visible.
Mentira.
Lo sentía en el pecho, esa punzada instintiva que me había salvado más veces de las que podría contar. Algo estaba mal. Muy mal.
Apreté los dientes y avancé igual. Dorian no era un idiota. Si había tendido una trampa, debía tenerla perfectamente planeada. Y, aun así, allí estaba yo, caminando hacia la boca del lobo, porque si había una mínima posibilidad de acabar con esto, lo haría.
Por Danae. Por los niños.
El eco de mis botas se perdió entre el rugido del mar. Entonces lo escuché.
Una risa. Suave, arrogante. Provenía del fondo del muelle.
—Vay