Danae
El sol caía lentamente detrás de los muros del jardín, tiñendo el cielo con tonos dorados y naranjas. Desde la ventana de la cocina, podía ver cómo la luz bañaba las flores que Kael había mandado plantar hacía unas semanas, porque “a los niños les gustaban los colores”, decía él, pero en realidad lo había hecho por mí. Lo supe cuando lo sorprendí observándolas una mañana, con una sonrisa que hablaba más que cualquier palabra.
Sofía y Lucas reían en el césped, jugando con un balón, mientras Lana los observaba con esa mezcla de paciencia y amor maternal que solo ella poseía. Matteo estaba allí también, de pie, brazos cruzados, intentando parecer serio, pero cediendo cada vez que Sofía lo convencía de lanzarle la pelota.
Yo los observaba desde la encimera, moviendo una cuchara dentro de la olla. El olor del guiso llenaba la cocina, y Kael estaba a mi lado, cortando pan. No sabía exactamente cómo habíamos llegado a esto —a la normalidad, a la calma— después de todo lo que habíamos v