Danae
No sabía cómo prepararme para algo que mi mente no comprendía, pero mi pecho sí.
Desde que Kael me dijo que sus hijos —nuestros hijos, según él— querían verme, algo dentro de mí empezó a temblar. No era miedo, exactamente. Era otra cosa. Una mezcla de ansiedad, ternura y una punzada en el corazón que no lograba nombrar.
Pasé la noche en vela, mirando el techo de aquella habitación del hotel que él había dispuesto para mí. El sonido de la lluvia golpeando los cristales era casi hipnótico, como si quisiera arrullarme, pero no pude dormir.
Cada vez que cerraba los ojos, veía destellos: unas risas, una voz de niño, unos rizos dorados que se movían al correr. Nada más. Imágenes sueltas que no tenían dueño.
Por la mañana, Kael llegó.
Vestía de negro, como siempre, pero había algo diferente en su mirada. Parecía… nervioso. Y eso me asustó más que cualquier otra cosa.
—¿Lista? —preguntó en voz baja.
Lo miré, intentando sonreír.
—¿Podría estarlo?
Él asintió despacio.
—No lo sé. Pero esta