La lluvia caía como agujas sobre el asfalto.
Dorian encendió un cigarrillo y observó el humo disolverse frente al ventanal del hotel. El reflejo en el cristal le devolvió la imagen de un hombre distinto al que solía ver: las ojeras hundidas, la barba descuidada, el gesto crispado de quien ha perdido demasiado en muy poco tiempo.
No dormía.
No podía.
Desde aquella noche en la isla, su vida se había convertido en una espiral de rabia y vacío.
Danae se había ido. Con Kael.
El solo pensar en ello le revolvía el estómago.
—Lo arruinaste todo —murmuró entre dientes, apretando el cigarrillo hasta que las brasas se apagaron.
Recordó la mirada de ella, el modo en que lo había visto antes de marcharse.
No había odio en sus ojos, solo miedo.
Y eso dolía más.
Una alarma en su teléfono vibró.
El mensaje era corto, sin remitente:
“Canal seguro abierto. Conéctate.”
Suspiró. Caminó hacia el escritorio, donde un portátil esperaba. Lo encendió, y la pantalla se iluminó en negro, con una única línea de