El sonido de un disparo en medio del jardín resonó por toda la mansión de los Moretti. Era el cuarto de sus hombres que mataba en medio de su ataque de ira. Darío respiraba de forma irregular, sus pensamientos no eran claros, un temblor que disimulaba muy bien. La impotencia de no tener lo que quería bajo su dominio lo estaba enloqueciendo; su sangre parecía lava ardiendo, y no paraba de imaginar lo que le haría a su prometida cuando volviera a estar en sus manos. «Sí, ella volverá a mí», era lo que se repetía una y otra vez.
Vescari había hecho una muy buena jugada: le había dado justo donde le dolía, en el punto más frágil de cualquier Capo, lo que estaba considerado intocable para los hombres de la mafia. Su mujer. «Mi mujer, mi mujer. Livia, mi mujer», repetía una y otra vez, sin cansancio. Se estaba volviendo loco imaginando que otro hombre había tocado lo que era suyo, lo que estaba reservado para él. Pagaría caro. Él mismo mataría al Capo de la 'Ndrangheta, le arrancaría la pie