Los días comenzaron a pasar, volviéndose una rutina tediosa para Livia, que poco a poco empezaba a caminar trayectos más largos sin ocupar un bastón. Sus heridas internas comenzaban a sanar, al igual que las externas. A pesar de que sabía que estaba fuera de peligro, por las noches solía tener pesadillas: se veía de nuevo a merced de Darío, despertaba gritando y empapada en sudor, con las manos temblando y las náuseas obligándola a correr al baño a vomitar.
Matteo solía auxiliarla en silencio, dejándola llorar en sus brazos hasta que volvía a quedarse dormida. Aquello se repetía hasta tres veces por noche; ninguno de los dos conseguía descansar, pero él nunca emitía queja alguna. Aun así, era consciente de que aquello debía parar: ella debía gritarle a su subconsciente que no había manera de que volviera a suceder lo mismo.
—Otra vez con esa cara de hijo de puta —se quejó Alessio entrando en su despacho—. Creí que con ella aquí volverías a dormir y nos dejarías de joder un rato.
—¿Has