Vi que Luva sujetaba el costado del hogar para ponerse de pie y le tendí mis manos para ayudarla a incorporarse.
—Sivja, pues —dijo—. ¿Qué precisas después de semejante viaje?
Le recité de memoria la lista acostumbrada, mientras ella se limitaba a asentir, repitiendo mis palabras para sus adentros. Antes de marcharse en busca de nuestra comida, se detuvo frente a Mael, que seguía en el sillón, esperando que alguien se dignara a decirle qué hacer.
Luva le abrió el manto, respirando hondo para contener su conmoción ante el estado de mi amor, y rebuscó bajo su ropa hasta dar con el collar, que quedara oculto bajo sus camisas. Mael se echó hacia atrás ceñudo cuando Luva alzó los eslabones, inclinándose para observarlos.
Los soltó volviendo a asentir y sonrió al encontrar mi mirada interrogante.
—El primer paso es liberarlo de la plata —explicó en voz baja—. Mi yerno es herrero, y fabricará una réplica de hierro de su collar.
—¿Y esperas que nadi