El amanecer llegó con un gris opaco que parecía arrastrar consigo la memoria de la humillación de ayer. Tala permanecía sentada en el borde de su cama, con los ojos fijos en la pared de piedra frente a ella, aunque no veía nada. Cada rincón del cuarto estaba cargado del recuerdo de cómo la habían llamado Ezra, de cómo Ruddy, el alfa al que había protegido y amado, había permitido que Tania impusiera su voluntad sobre ella. La palabra resonaba aún en su mente, como un eco que no quería morir: Ezra… Ezra… Ezra…
No había forma de negar la sensación de vulnerabilidad. Cada fibra de su cuerpo estaba alerta, incluso cuando parecía relajada. El peso de ese nombre la había reducido momentáneamente a la servidumbre, a un papel que no le pertenecía, y aunque nadie podía ver su rabia contenida, Tala sentía que su espíritu se tensaba con cada latido de su corazón.
Se levantó, caminando despacio hacia la ventana. El bosque despertaba con la misma quietud que ella sentía por dentro, como si la natu