Suspiro, aunque agradezco su franqueza.
—Gracias. ¿Vas a ir al hotel?
—No, muchacha. Lo llamaré. Tú vete al trabajo tranquila, te esperaré a la salida.
—De acuerdo —accedo, sintiéndome ansiosa, idiota y demasiado vulnerable. Una vez más, he subestimado algo que no debería.
En la oficina sigue habiendo un incómodo silencio cuando Mark me deja allí. Mis tres colegas continúan con la cabeza agachada; Laura parece estar aún al borde del colapso, y la puerta del despacho de Paolo todavía permanece cerrada. Nadie me saluda cuando entro, y Laura no me ofrece café, de modo que dejo el bolso y me dirijo a la cocina para prepararme uno yo misma.
Estoy echando la tercera cucharada de azúcar en la taza cuando doy un brinco y me tenso al oír el tono que suena en mi móvil: mi marido llama. Si supiera que es posible, lo dejaría sonar, pero sé que llamará al fijo si no contesto, o que irrumpirá en la oficina.
Dejo el café, respiro hondo unas cuantas veces para reunir el valor suficiente y saco mi tel