Cuelga después de esa última advertencia, pero yo no me aparto el teléfono de la oreja. Aunque sé que ya no está al otro lado, lo sostengo ahí unos instantes con la esperanza de estar equivocada y de que su voz grave y profunda continúe infundiéndome un poco más de seguridad. Cuando la puerta de la sala de conferencias se abre y Paolo aparece, empiezo a apartarlo y acepto que se ha ido.
—Ah, estás aquí. —Sigue de mal humor mientras sostiene la puerta abierta—. ¿Estás preparada?
—Sí. —Hago ademán de levantarme, pero me hace un gesto de que no es necesario.
—No, quédate ahí. ¡Vamos a hacer aquí la reunión! —les grita a los demás, y todos, uno por uno, empiezan a entrar, perplejos y tremendamente callados. Algo no va bien, todo el mundo lo intuye, y ahora me doy cuenta de que la reunión no era sólo conmigo.
Laura no ha traído bandejas de té ni hay pastelitos para picar. Paolo parece cansado y agobiado, mientras que los demás estamos principalmente confusos por este repentino cambio en la