Después pico los champiñones y el chorizo muy finos y lo salteo todo. Hiervo el arroz, corto un poco de pan recién hecho y hago el cordero a la plancha. Mientras tanto, él permanece sentado, mirándome, y no se ofrece a ayudarme ni intenta darme conversación. Se limita a observar en silencio cómo cumplo con mi deber de alimentarlo.
Mientras estoy rellenando los pimientos, aparece delante de mí y se inclina desde el otro lado de la encimera.
—Estás haciendo un gran trabajo, señorita.
Tomo el cuchillo y lo apunto con él.
—No seas condescendiente conmigo.
Me quedo pasmada cuando, de repente, su rostro se torna oscuro y me arranca el cuchillo de la mano.
—¡No juegues con los cuchillos, Addison!
—¡Lo siento! —espeto mientras miro el utensilio en su mano y empiezo a darme cuenta de mi estupidez. Tiene un filo muy peligroso, y yo lo estaba usando como si fuera una cinta de gimnasia rítmica—. Lo siento —repito.
Lo deja sobre la encimera con cuidado y empieza a relajarse.
—No pasa nada. Olvídal