Aparece en el umbral del baño, todavía desnudo, todavía empapado y todavía intentando controlar la respiración. Lo miro. Me mira.
Me incorporo y me llevo las rodillas al pecho. Me siento menuda y rara. No debería ser así entre nosotros.
—Te he estado robando las píldoras —me suelta; su mandíbula se tensa y los músculos palpitan.
Lo dice sin remordimiento ni sentimiento de culpa, lo que hace que abra unos ojos como platos y que enderece la espalda como un resorte. Su rostro está impasible y, aunque ya lo sabía, no deja de sorprenderme. Oír cómo lo confiesa en voz alta no hace más que acelerarme el corazón aún más.
—He dicho que te he estado robando las píldoras —repite; parece enfadado.
No puedo ignorar este asunto por más tiempo. Sus palabras me acaban de sacar la cabeza del suelo y ahora me siento descubierta y furiosa. Noto cómo la rabia latente entra en ebullición en mi interior, intentando que la libere. Es como una olla a presión que lleva semanas al fuego