Los atrapa cuando vuelven a pasar por su boca y me mete la lengua, con premura y furia. Casi lo tengo.
Nuevamente me levanto y me dejo caer y le arranco un fuerte gemido.
—Te gusta, ¿verdad? Dime que te gusta.
—Por Dios, Addison, para.
Arriba y abajo que voy, con más fuerza.
—Mmm... Sabes a gloria. —Lo estoy volviendo loco, y sé que lo desea porque podría detenerme con facilidad—. Te necesito.
Lo sabía: esas palabras son su perdición. Suelta un grito de frustración y me releva, me toma con firmeza de la cintura y me sube y me baja sin piedad.
—¡¿Así?! —grita, casi enfadado, y sé que es porque no puede resistirse a mí.
—¡Sí! —grito a mi vez.
De repente está de pie. Yo sigo con las piernas rodeando su cintura. Cruza el baño y me empotra contra la pared.
—¿Lo quieres duro, nena?
—¡Fóllame! —chillo enloquecida, apretando las piernas y tirándole del pelo.
—Mierda, Addison. ¡No seas tan malhablada!
Se retira y me baja, una y otra vez. Mis gritos de satisfacción resuenan en el