La confirmación del doctor Andrews fue un golpe físico que me debilitó de las rodillas hacia abajo. No solo una noticia, sino un puñetazo en el esternón que me dejó sin aliento. La leucemia había regresado, y esa vez, venía con la agresividad de un enemigo que había sido acorralado y que exigía su revancha con intereses.
Me senté en el escritorio de Andrews; el cuero frío de la silla clínica contrastando con la fiebre que sentía en mis sienes. El consultorio era un refugio estéril que olía a desinfectante y desesperanza, como si esa fuese la receta mágica del caos. Sentía el peso de mi traje como una armadura que se deshacía y esperé a que me dijera que era una broma. No sabía porque, pero una parte de mí, por momentos, sentía que todo era una broma de mal gusto.
—Es una recaída precoz —explicó el doctor Andrews, con una expresión de extrema gravedad. Llevaba gafas sobre su nariz y sus ojos transmitían una fatiga profesional—. La quimio anterior fue suficiente para lograr la remisión