Me desperté con la cama revuelta y el cuerpo ardiendo.
La seda del edredón se sentía áspera contra mi piel febril.
Mi cabeza dolía con el mismo dolor pulsante, sordo y profundo que había sentido hacía cuatro meses. Me levanté en la oscuridad, con una náusea helada en el estómago, y me arrastré hasta el espejo del baño para ver el grado que tenía. El suelo estaba frío bajo mis pies. Mi reflejo era un espectro bajo la luz fría del espejo; mi piel pálida, casi gris, y mis ojos rodeados de un cansancio violeta que gritaba agotamiento. En mi brazo, cerca del codo, vi un racimo de pequeños moretones que no recordaba haberme hecho. Estaban frescos, ominosos, como manchas de tinta bajo la epidermis.
El miedo me golpeó tan fuerte que tuve que agarrarme al lavabo para no caer. El olor a jabón y menta no podía disfrazar el terror. Era inconfundible. Lo conocía. La leucemia había regresado, no como un susurro, sino como un martillo golpeando mi pecho.
La paz se había acabado. Había sido una tregu