La aguja de la vía intravenosa en mi brazo era la única realidad tangible, aparte del pulso débil de la vida que se aferraba dentro de mí. Acababa de tomar la decisión más aterradora de mi existencia: aceptar el protocolo experimental de quimioterapia para salvar a mi bebé y darme una oportunidad.
La determinación aún ardía en mi pecho, alimentada por la pequeña caja de Massimo que ahora guardaba la prueba de Dalton. La guardaba como mi mayor tesoro, y aunque debíamos entregársela a la policía, me gustaba sentir que tenía el poder.
La puerta de mi habitación se abrió de golpe. No fue una entrada suave, fue una irrupción. Un hombre alto y pálido, apoyado en un guardia de seguridad, apareció en el umbral.
Mi hombre.
—¡Dalton! —jadeé, sintiendo que mi corazón daba un vuelco de alivio y horror. Estiré mis manos hacia él—. Mi amor, estás aquí.
Me preocupó demasiado el asunto del disparo, y que estuviera tan lejos de mí. Era como si todo lo malo estuviera sucediendo consecutivamente, como u