El sonido fue ensordecedor. Un estruendo seco y violento que resonó en el edificio vacío. Sentí un impacto que me arrojó contra el frío cemento, igual a una quemadura intensa que se extendía por mi costado. La oscuridad me invadió, pero no la oscuridad final, sino una sombra viscosa acompañada de un dolor lacerante.
El tiempo era una variable indefinida. Podrían haber sido minutos o una hora que perdí el conocimiento, pero me sentía igual o peor que cuando me acababan de disparar. El dolor era insoportable. Me arrastré, sintiendo la humedad pegajosa de la sangre caliente en mi camisa. Massimo no me había rematado en el piso, lo que significaba que huyó con rapidez de la escena. Su arrogancia o su prisa lo hicieron suponer que la herida bastaba.
La luz amarillenta del foco revelaba la escena tétrica bajo la que fuimos pintados. La caja de madera, el seguro de Massimo, estaba a pocos metros de mí, semiabierta. Me arrastré hacia ella con una fuerza primitiva, ignorando el dolor punzante