4 | Merece el infierno

Las sombrillas negras cubrían sus cabezas de la tormenta torrencial. Estaba bajo una de ellas, aun perturbada y sin reconocer que eso estaba sucediendo de verdad. No podía creer que esa fuese la realidad, que mi padre estuviera muerto. Aun no terminaba de procesar como murió, ni que se mató frente a mí. Si cerraba los ojos aun podía sentir mis manos llenas de sangre caliente, mi corazón acelerado, mi voz entrecortada suplicando que no muriera.

Lo siguiente fue un borrón de personas intentando quitármelo de los brazos. Llegaron los forenses, la policía me hizo preguntas, recogieron el arma homicida del piso. Un doctor me preguntó si estaba bien, si necesitaba ayuda hospitalaria. Yo no sabía qué responder. No sabía si estaba bien o mal. No sabía lo que estaba pasando. No sabía dónde estaba. Cuando reaccioné estaba en la bañera, quitándome la sangre de debajo de las uñas.

Todo fue un borrón de personas disculpándose conmigo, de amigos de mi padre pidiéndome que contara con ellos, para lo que necesitara. Alguien me colocó el vestido negro y ató mi cabello en una coleta. Alguien me llevó al funeral y luego al cementerio. Alguien se encargó de todo, pero no recuerdo quien fue, quizá ni siquiera lo conozco, pero le agradezco haber hecho esto más fácil para mí. Desconozco a quien llamar si alguien muere frente a mí.

La lluvia fue terrible. Apenas podía ver la tierra movida a causa de ella y mis propias lágrimas. Lloré muchísimo, hipé, me consumí. Lo último que me quedaba se desvaneció en mis manos. Esperaba que mi padre me llevara al altar, de una boda que no quiero, pero que me llevase, sin importar nada. Pero no fue así. No me llevó, yo lo llevé a él al cementerio. Estaba destrozada, pero todo se puso peor cuando la persona que menos esperaba bajó de una camioneta blindada con siete hombres que intentaron cubrirlo de la lluvia.

Era él. Mi futuro esposo. Era la persona a la que le pertenecía.

Él bajó de la camioneta escoltado y todas las miradas fueron a él. Era un hombre conocido. Muchos lo conocían como el que obtenía lo que quería, y por miedo mi padre estaba en ese ataúd.

¿Cómo tuvo las agallas de llegar al funeral después de lo que hizo? ¿Cómo podía presentarse ante todos como un hombre honorable?

Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y lo vi acercarse. Sus zapatos se ensuciaron de barro, y yo me levanté de la silla. Lo vi adentrarse entre las personas para llegar a mí.

Lo conocía.

Nos conocíamos.

Mi padre me lo presentó mucho tiempo atrás, cuando sus negocios estaban comenzando. Para ese entonces yo era una niña. Lo recuerdo bien, así como recuerdo lo último que papá dijo.

Él se abrió paso entre todos para llegar a mí. Desde la distancia podía olfatear el apestoso aroma de su perfume, y podía verlo acercarse con cada paso que daba. Se detuvo a pocos metros de mí, se quitó los lentes negros y respiró profundo, mirándome.

—Lamento tu pérdida —dijo ronco.

¿Lamento tu pérdida?

—Hijo de puta —dijo estampándole una bofetada tan fuerte que el resto de los presentes se levantó de sus sillas—. ¡Hijo de puta!

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos y caer por mis mejillas. Mi palma ardió, y él ni se inmutó. No movió su cuerpo, ni siquiera se le giró el cuello. Permaneció como una estatua.

—¿Cómo te atreves a venir al funeral? —grité cuando estampé mis puños en su pecho—. ¡Mi padre murió por ti!

Él no dijo una palabra, pero sus hombres me apartaron. Pateé y maldije. Repetí mil veces que era un hijo de puta, y él movió la lengua dentro de su boca, mientras yo estaba que ardía de rabia por él. Era un asesino, y todos debían saberlo.

—Tu padre era un cobarde que no pudo con la responsabilidad que le di —respondió tosco—. Tu padre merece estar donde esta. La tierra es de los cobardes, niñita.

Yo pateé más fuerte.

—Merece el infierno por la eternidad —agregó él.

—¡Igual que tú, hijo de puta! —grité y bramé—. Saquen a este hombre de aquí. Mi padre estaba muerto por su culpa.

La saliva saltó de mi boca.

—¡Eres un asesino! ¡Tú lo mataste!

Pataleé todo lo que pude para zafarme del agarre de sus hombres, pero no fue hasta que él se colocó los lentes y giró para marcharse, cuando me soltaron. Caí sobre una silla, y aunque muchos intentaron detenerme, me levanté y lo seguí bajo la lluvia.

—¡Nunca me casaré contigo! —grité bajo la lluvia—. ¡Nunca!

Él se detuvo y mi pecho subía y bajaba acelerado. La lluvia estaba helada y empapó mi cuerpo en segundos. Mi aliento se notaba en el aire cuando él giró, se quitó de nuevo los lentes y me miró. Sentí como la ira renacía dentro de mí cuando me miró. Era un asesino, y eso nunca se lo perdonaría. Por su culpa mi padre estaba muerto.

—Eres un asesino, y no descansaré hasta que pagues con tu vida.

Esa fue mi sentencia. No descansaría hasta matarlo.

Su mirada fue tan gélida y sin alma, que cuando todo su cuerpo giró, sentí un escalofrío anidarse en mi nuca. Temblé, titubeé. No era tan fuerte como gritaba, mientras él era un todopoderoso.

—Te casarás conmigo —afirmó él—, o en lugar de enterrar a tu padre, tu familia se reunirá para sepultarte con él.

Tragué y separé mis labios. Tragué la lluvia, pero chapoteando el agua, me acerqué más a él y entrecerré los ojos por la tormenta.

—Prefiero estar muerta a casarme contigo.

Él alzó el mentón. La barba salpicaba de negro y blanco.

—Entonces que así sea —culminó él.

Otro escalofrío me recorrió cuando la tormenta arreció. La brisa movió mi vestido pegado al cuerpo, y lo vi marcharse sin sentir nada más que una cosa: deseo de venganza. Podía ser una niña inocente, pero mi padre no descansaría en paz hasta que lo vengara.

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