La tranquilidad se rompió desde el momento en que Marcus entró por la puerta con el rostro pálido, anunciando el fracaso del trato en Asia. Los fallos de seguridad, los socios que se alejaban, todo eran síntomas de una enfermedad que no podía diagnosticar y la ansiedad me consumía por dentro. Me sentía como un león en una jaula, un león que sabe que el cazador invisible ya le ha disparado y no le queda mucho tiempo antes de desplomarse.
Marcus entró en mi oficina, con un paquete anónimo en sus manos. Lo miré, y la rabia que había mantenido a raya salió de nuevo. ¿Hasta cuándo seríamos atacados? ¿Qué estábamos pagando? No éramos buenas personas, pero mi imperio se construyó sobre gente muerta. ¿Quién vivo se atrevía a desafiarme? Algo malo estaba pasando y necesitaba descubrirlo.
—¿De dónde salió esto? —pregunté.
—Estaba en su escritorio, señor. Nadie lo puso allí. Es... como si hubiera aparecido —respondió Marcus.
Mis manos se movieron por el aire y se aferraron a él. De ser una bomba