Mundo ficciónIniciar sesiónMILA.
En cuanto salió de la habitación, me lancé al vestidor. Mis manos temblaban mientras urgaba entre la ropa, buscando desesperadamente algo, cualquier cosa, que me permitiera quitarme este maldito vestido y escapar. La esperanza se desvaneció casi al instante: solo encontré ropa de hombre. A regañadientes, me puse unos pants y una camiseta que me quedaban enormes. Abrí el ventanal con el mayor sigilo posible y me asomé al balcón. El aire frío de la noche me golpeó la cara. Y ahí estaba, para mi absoluta y maldita sorpresa: Tony, el guardia pelón, vigilaba el jardín, justo debajo de mi ventana. Nuestras miradas se encontraron. La suya fue un fulgor instantáneo de triunfo. Apreté los labios con rabia contenida, sintiendo un nudo de coraje y repudio en el estómago. «Maldito Tony». Él y su compañero, al que apodan Capitán, intercambiaron una mirada y se echaron a reír a carcajadas, disfrutando de mi frustración. El sonido de su burla me taladró los oídos. Vencida, volví a entrar en la habitación, cerrando el ventanal de golpe. Me desplomé en la cama, permitiéndome un momento de desesperación, llorando por mi propia estupidez y mi impotencia. Mis pensamientos volaron hacia mi hermana y mis sobrinos, y por encima de todos, a Sandro. «Lo extraño», susurré al vacío. Él era mi única salvación, el único que podía sacarme de este infierno. El agotamiento me venció. Me quedé dormida, y mis sueños se poblaron con el recuerdo de Sandro y la semana pasada, en donde por primera vez me entregué a los placeres que brinda el amor. Soñé con sus caricias y la sensación de su lengua tibia en el espiral de mi alma. Extrañamente, por alguna razón, el sueño se distorsionó. De repente, eran las manos frías de Lucio las que recorrían mis montañas. Era su escultural torso el que me envolvía. Eran sus ojos los que penetraban mi alma y su enorme y firme ser el que se adentraba a naufragar mi piel, justo cuando un golpe en la puerta me arrancó del sopor. «Mierda», mascullé, al sentir la humedad de mis sueños. —Adelante —dije, tratando de sonar serena, cuando volvieron a llamar. La madrastra de Lucio cruzó el umbral. Detrás de ella venía la servidumbre, cargando mis maletines de maquillaje y un par de bolsas más. —Buenos días —saludé con educación, aún recostada, sin saber si debía levantarme. —Déjenos solas —ordenó con voz tajante, sin siquiera girarse para responder a mi saludo. Sus empleadas desaparecieron al instante. Apenas la puerta se cerró con un suave clic, me levanté de la cama. Ella, impasible, se quedó plantada en su sitio, sus ojos fríos anclados en los míos, evaluándome. —Mila, cierto —inquirió; su tono era más una afirmación que una pregunta. —Sí —murmuré, sintiendo el peso de su mirada. —Lo que hiciste ayer fue… impresionante —admitió, comenzando a caminar lentamente alrededor de la cama, sin romper el contacto visual. Su presencia hacía la habitación asfixiante. —Sin embargo, es necesario que uses esto. Sacó una pequeña caja negra de su impecable saco y la dejó caer con un golpe sordo sobre el buró. —Tony ya se encargó de mantener a tu familia tranquila —comentó con estudiada indiferencia, mientras sus ojos inspeccionaban, con un claro desdén, mis maletines de maquillaje. —Quiero hablar con mi hermana —exigí; la frustración y la rabia empezaban a bullir en mi interior. Estaba claro que ella era la titiritera de esta farsa. Una sonrisa gélida se dibujó en sus labios. —¿Con tu hermana o con tu novio el policía? —refutó, endureciendo su mirada de manera aterradora. —Es policía. Si no me comunico con él o con mi familia, empezarán a cuestionar mi ausencia —espeté, manteniendo la firmeza en mi voz, negándome a doblegarme bajo su dominio. —Entonces tendrás que esforzarte más para mantenerlos a raya —exclamó, alzando la voz, su porte volviéndose aún más imponente—. Procura estar siempre lista antes de salir de esta habitación. Y que no te falte ni un detalle. Sin decir una palabra más, se dio media vuelta y salió de la habitación. Contuve la respiración hasta que la puerta se cerró tras ella. Solo entonces me permití exhalar, temblando ligeramente. Cuando logré calmarme, me acerqué al buró y revisé lo que había dejado. Eran unos pupilentes de un azul intenso. Me obligué a regular mi respiración agitada y a pensar con la cabeza fría. Si quería sobrevivir a esta farsa, debía ingeniármelas para salir intacta y con mi familia a salvo. Segundos después, revisé las demás bolsas que contenían ropa con etiquetas ostentosas, un estilo glamuroso y vulgar, muy lejos de mi alcance y mi gusto. También había lencería que casi podía jurar que era de una teibolera. Entre todo lo que había, encontré un vestido no tan vulgar y me adentré en el baño para ducharme. El cuarto de baño era del tamaño de mi habitación, con un pequeño jacuzzi que parecía invitar al lujo que yo detestaba. Me di una ducha rápida; el tiempo era oro y necesitaba de sobra para maquillarme y lograr ser idéntica a Katya, la mujer a la que ahora debía suplantar. Mientras el delineador marcaba mis ojos, mi mente regresó a la incómoda insinuación de Lucio anoche. ¿Qué relación guardaba Katya con su hermano? Carcomida por la curiosidad, me lancé a rebuscar. Revisé cada rincón del armario, pero solo encontré su ropa. Sin rendirme, seguí con los cajones del buró. Lo que hallé me dejó helada: una caja rebosante de drogas y, oculta bajo ellas, una fotografía de Fabricio y Lucio junto a su padre. El retrato estaba volteado, como si quisieran esconder el pasado. Yo también lo haría si mi padre hubiera sido Flavio. Mi búsqueda no terminó ahí. Detrás de los cuadros, nada. Pero lo que encontré bajo el colchón me hizo temblar las manos: un arma de fuego. Cientos de imágenes retorcidas pasaron por mi cabeza; usarla para escapar de esta farsa, para recuperar mi libertad. Pero no, me conozco. No tengo el valor ni la sangre para arrebatarle la vida a alguien, por mucho que se lo merezca. Volví a dejar todo en su lugar, excepto la caja de drogas, de la que me deshice sin piedad, tirándolas todas por el inodoro. Una vez lista, salí de la habitación. Para mi sorpresa, Lucio salía de la suya justo en ese instante. Lo que me llevo a recordar su herida. «También intentaron matarlo», pensé. Mientras nuestras miradas se encontraron y, tan rápido como se cruzaron, se evitaron. Sentí cómo me escaneaba disimuladamente; su mirada fue fugaz, un destello que no pasó inadvertido para mí. Esa mirada fugaz me trajo un recuerdo vívido de mi sueño, aquel en el que me miraba exactamente así mientras se estacionaba, poderoso e imparable, en mi interior. —Deberías usar algo más recatado. Iremos a la empresa después del desayuno —soltó, y sin esperar respuesta, inició su camino por el pasillo. —Es lo más decente que tengo —respondí, logrando que detuviera su andar. Se giró ligeramente, mostrando solo una parte de su perfil afilado. —Entonces anda, démonos prisa, pasaremos a comprar algo decente. Lo seguí, mis pasos resonando sordamente tras los suyos por el mármol, hasta llegar al comedor donde el desayuno ya esperaba. Era un festín que superaba con creces mi imaginación y mis medios: una exquisitez, una abundancia casi obscena. Agradecí al destino que desayunáramos sumidos en un silencio sepulcral, un mutuo acuerdo no verbal que evitaba conversaciones incómodas. Me esforcé por comer con la misma compostura y elegancia que había observado en los eventos a los que a veces acompañaba a mi jefa, consciente de mi torpeza innata en un entorno tan refinado. Una vez terminamos, salimos de la mansión rumbo al centro de la ciudad. El auto se detuvo justo frente a la plaza comercial; el mismo lugar donde mis padres perdieron la vida hace diez años, el día que me compraron mi primer estuche de maquillaje de una marca de renombre, con sus ahorros de meses. La ironía era cruel. Lucio bajó del coche y, con un gesto inesperado de cortesía, me ofreció su mano para ayudarme a bajar. La tomé, y una vez de pie, intenté soltarme. —Soy tu esposo, debes caminar tomada de mi mano —declaró, su voz un susurro autoritario que perforó mi mirada. Tragué saliva, luchando con todas mis fuerzas por no fijar mis ojos en sus labios tentadores. Y al parecer, no era la única librando una batalla interna. La naturaleza traicionó a Lucio, y su mirada se desvió, rápida e incontrolable, hacia mi escote. Agudicé mi mirada, incómoda y a la vez saboreando su momentánea debilidad, algo que él, absorto en su desliz, no notó. —Vamos o se hará tarde —dijo finalmente, retomando su fría y habitual postura, como si el instante de deseo nunca hubiera ocurrido.






