La Luna de Tres Alphas Caídos
La Luna de Tres Alphas Caídos
Por: itsButterflys
Capítulo 1

El último archivo quedó guardado, el último correo electrónico, enviado. Mis dedos flotaron sobre el teclado por un segundo más, como si mi cuerpo no creyera que iba a hacerlo. Pero lo hice: apagué la computadora y respiré hondo.

Cuatro semanas

Solo cuatro semanas había durado en ese trabajo. No era el peor del mundo, pero cada minuto frente a aquella pantalla me hacía sentir como si me estuviera asfixiando lentamente.

—¿Ya te vas?

La voz de Miguel, el chico de contabilidad, me sacó de mis pensamientos. Asomaba por la puerta de mi cubículo, con esa sonrisa tímida que siempre le aparecía cuando hablábamos.

—Si, hoy tengo que llegar temprano —mentí, evitando su mirada mientras guardaba mis pocas cosas en el bolso.

No había logrado echar raíces en esta empresa tampoco —al igual que en las tres anteriores—, así que no tenía mucho que recoger, ni tampoco recuerdos que atesorar. Miguel me miró con lástima desde la puerta.

—Oye, si quieres, otro día podemos…

—¡Ah, Alyssa!

Una voz profunda cortó el aire y lanzó un escalofrío por mi piel.

No.

Mi jefe, el señor Rojas, apareció en el pasillo, con su traje caro y esa sonrisa que siempre me hizo sentir como si tuviera las manos sucias.

—Un momento, por favor.

Miguel se esfumó como un fantasma y yo solté un suspiro pesado antes de caminar a su oficina. Solo quedaban minutos en aquellas paredes, podía resistir un poco más.

El señor Rojas cerró su oficina detrás de mí. El aire olía a colonia barata y ambición. Su mirada ansiosa se posó en mí y quise salir corriendo hacia casa.

—Entonces… ¿En serio te vas? —preguntó, pasando un dedo por el borde de su escritorio pulido.

—Sí, señor. Ya le entregué el informe final a Sandra.

—Qué pena —sus ojos bajaron hasta mis piernas, luego subieron lentamente—. Una chica tan inteligente como tú, podría llegar lejos aquí, muy lejos.

El doble sentido flotó en el aire como una mosca zumbando.

—Gracias, pero ya tomé mi decisión.

—¿Segura? —se inclinó hacia delante, dejando al descubierto un reloj de oro en su muñeca—. Podríamos discutirlo…fuera de horario.

El estómago se me hizo un nudo.

—No, señor Rojas.

Su sonrisa se congeló. Por un segundo vi algo oscuro pasar por sus ojos y di un paso atrás retrocediendo.

—Bueno. Suerte entonces.

El mensaje era claro. Te arrepentirás de esto.

El elevador bajó con una lentitud agonizante. Cuando por fin salí del edificio, la ciudad estaba cubierta por un manto gris. La lluvia caía en finas agujas, convirtiendo las aceras en espejos turbios. Saqué mi paraguas rosa —pequeño, ridículo, comprado en una tienda de la esquina cuando todavía creía que este trabajo sería diferente—, y respiré hondo.

Al menos se acabó.

Caminé rápido, esquivando charcos y miradas. La gente pasaba a mi lado como sombras apuradas. Trataba de mover mis piernas con agilidad, papá seguro tendría una buena sopa caliente esperando por mí en casa y podía relajarme en el sofá con una manta.

Alguien chocó contra mi hombro con brusquedad casi lanzándome al suelo. Mantuve el equilibrio, pero el paraguas cayó en un pequeño charco de agua.

—Disculpe —murmuró una voz profunda que casi la sentí en los huesos.

Un hombre. Alto, ancho, vestido de negro como si la lluvia no le importara. No vi su rostro, solo el destello de un reloj más caro que el de Rojas cuando me chocó.

No respondí. Recogí mi paraguas con rapidez y continué mi camino.

Ya me alejaba cuando lo noté: un pinchazo en el brazo.

¿Qué…?

Miré hacia abajo. Una jeringa pequeña, casi invisible, sobresalía de mi manga.

El mundo comenzó a inclinarse.

No. No. No

Intenté gritar, pero mi lengua ya no respondía. Las luces de la ciudad se desdibujaron. Mis rodillas cedieron.

Estaba cayendo.

Pero el suelo nunca llegó.

Unos brazos me atraparon, fuertes como cadenas, calientes como un horno.

—Duérmete, Lunita —susurró alguien.

Y entonces todo se volvió negro.

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