La Luna era un ojo abierto en el cielo, rojo y palpitante, iluminando el claro del bosque donde yacía desnuda sobre pieles de lobo. Tres sombras me rodeaban, sus siluetas tan familiares como el latido de mi corazón. Cuando abrí los ojos, no estaba en mi apartamento, ni en la ciudad. Estaba en una cabaña pequeña, de madera antigua y ventanas cubiertas por cortinas. El aire olía a bosque húmedo y a tierra mojada y la luz que entraba era tenue. De repente escuché voces. Tres voces discutiendo en la sala contigua, tensas, enojadas, como si pelearan por algo muy importante. —No vamos a dejarla ir —dijo una voz grave y fría. —No es tan sencillo, Kyrian —replicó otra, más suave pero firme. —Es nuestra Luna, no podemos tratarla así —añadió una tercera voz, más calmada, pero con una pizca de tristeza. Antes de que pudiera entender más, la puerta se abrió. Un hombre enorme apareció. Imponente, de músculos marcados, mirada oscura como la noche sin estrellas y una melena castaña en estado
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