El aire olía a tormenta. No a una literal, no todavía. Era una de esas tormentas silenciosas que se agazapan en los márgenes de lo cotidiano, cargando la atmósfera de electricidad invisible. Y yo... yo era el pararrayos.
Caminé por los pasillos de la casa principal, descalza, con el suelo frío bajo mis pies, como si el contacto con la piedra me ayudara a pensar mejor. A mantenerme firme. Porque si me detenía un segundo más, si escuchaba ese zumbido incesante dentro de mi pecho, iba a caer.
Otra vez.
Pero no podía permitírmelo.
No esta vez.
—Luna. —La voz de Emilia me alcanzó desde el pasillo. Seria. Serena. Y eso era lo que más me inquietaba. Emilia solo hablaba así cuando lo que venía después dolía.
Me giré.
Ella me miraba con esos ojos que parecían haber visto demasiado para una mujer tan joven. Sostenía una carpeta entre sus brazos, y esa simple imagen —una carpeta, maldita sea— me bastó para saber que algo estaba a punto de cambiar.
—Llegaron los informes de los centinelas. Hay mo