42

El aire olía a tormenta. No a una literal, no todavía. Era una de esas tormentas silenciosas que se agazapan en los márgenes de lo cotidiano, cargando la atmósfera de electricidad invisible. Y yo... yo era el pararrayos.

Caminé por los pasillos de la casa principal, descalza, con el suelo frío bajo mis pies, como si el contacto con la piedra me ayudara a pensar mejor. A mantenerme firme. Porque si me detenía un segundo más, si escuchaba ese zumbido incesante dentro de mi pecho, iba a caer.

Otra vez.

Pero no podía permitírmelo.

No esta vez.

—Luna. —La voz de Emilia me alcanzó desde el pasillo. Seria. Serena. Y eso era lo que más me inquietaba. Emilia solo hablaba así cuando lo que venía después dolía.

Me giré.

Ella me miraba con esos ojos que parecían haber visto demasiado para una mujer tan joven. Sostenía una carpeta entre sus brazos, y esa simple imagen —una carpeta, maldita sea— me bastó para saber que algo estaba a punto de cambiar.

—Llegaron los informes de los centinelas. Hay movimiento al norte. No es de los nuestros.

Cerré los ojos un segundo. Inhalé. Exhalé.

—¿Estás segura?

—Como que me llamo Emilia y dormí tres horas esta semana.

Quise sonreír, aunque fuera solo por la ironía. No pude.

—¿Cuántos?

—No lo sabemos. Pero son organizados. Coordinados. Y se acercan.

Me quedé en silencio, las palabras acumulándose en mi garganta como plomo líquido.

—¿Y Aiden?

—En el campo de entrenamiento. Está hablando con Magnus. Quiere reforzar la guardia. Dijo que irías cuando te sintieras lista.

Lista.

Qué palabra tan estúpida.

¿Alguna vez alguien lo estaba?

La sala del consejo olía a papel, tinta y cansancio. Como siempre.

Había rostros que confiaba, como el de Emilia, el de Theo —nuestro escudero de mirada filosa y sarcasmo afilado—, y otros que toleraba por diplomacia. Pero todos, sin excepción, me miraban igual: como si esperaran algo de mí que aún no tenía claro cómo entregar.

—No podemos esperar más tiempo —dijo Theo, su tono seco como una bofetada—. Si cruzan la frontera, atacarán. No son visitantes amistosos ni caminantes perdidos.

—Sabemos eso —replicó Emilia con paciencia de santa.

—Lo que no sabemos —intervine yo, con voz más firme de lo que me sentía—, es quién los manda.

Un silencio cayó. Grueso. Incómodo.

La única respuesta fue un mapa desdoblado sobre la mesa.

Las marcas en rojo no mentían. Había algo ahí afuera. Algo que nos observaba desde la oscuridad, esperando. Tal vez un viejo enemigo. Tal vez uno nuevo. O peor… tal vez alguien que ya conocíamos.

Y justo ahí, en medio del análisis, de las propuestas, de los planes… supe lo que tenía que hacer.

Lo que dolía.

Lo que nadie iba a aprobar.

—Voy a ir yo —dije, y el silencio se volvió un grito.

—¿Perdón? —Theo se enderezó como si le hubiera pateado el ego—. ¿Tú? ¿A la frontera? ¿En qué mundo eso es una opción válida?

—En este —dije sin parpadear—. El que estoy tratando de proteger.

Aiden no estaba allí. Lo sabía. Porque si lo hubiera estado, habría dicho algo. Habría gruñido, maldecido, intentado encerrarme bajo llave si era necesario. Lo conocía. Lo amaba.

Y por eso precisamente debía tomar esta decisión sin él.

Porque si me miraba con esos ojos que me desarmaban, jamás podría sostener la elección.

—Luna, esto no es una misión cualquiera —dijo Emilia, bajando la voz—. Si sales, y es una trampa…

—Entonces lo sabremos. Al fin.

Lo peor no fue tomar la decisión.

Fue decírselo.

Aiden me esperaba en el patio trasero, el torso desnudo y la piel perlada de sudor. Su cabello revuelto. Sus manos cubiertas de tierra. Más vivo que nunca.

Y yo, sintiéndome una traidora.

—Necesito hablar contigo —le dije, sin rodeos.

Me miró, asintiendo, pero sus ojos ya leían lo que mis labios aún no pronunciaban.

—Vas a hacer algo que no me va a gustar, ¿verdad?

—Voy a hacer algo que ninguno de nosotros quiere, pero que alguien debe hacer.

—Luna…

—Voy a ir a la frontera. Con un pequeño grupo. De noche. Vamos a investigar quiénes son. Qué quieren. Por qué están aquí.

Se quedó inmóvil. Como una estatua de fuego.

—No.

—Aiden…

—No —repitió, más fuerte—. No después de todo. No ahora que te tengo aquí. Que estamos reconstruyendo esto. Nosotros.

—Precisamente por eso —dije, sintiendo cómo me temblaba la voz—. Porque no quiero perderte. Porque si no actuamos, ellos nos van a aplastar. A ti. A mí. A la manada.

—¡Hay otras formas!

—¿Y si no las hay?

Él dio un paso hacia mí. Su sombra cayó sobre la mía. Su rabia era una tormenta contenida.

—No tienes que demostrar nada. No a mí. No a ellos.

—No lo hago por eso.

—¿Entonces por qué?

Tragué saliva. Mis manos se cerraron en puños.

—Porque es mi deber. Porque ya no soy solo una loba. Soy su Alfa. Y eso… eso lo cambia todo.

Sus ojos se abrieron, y vi la batalla en ellos. Quería detenerme. Quería gritarme. Amarme. Protegerme.

Pero también sabía que yo tenía razón.

Y eso lo mataba.

—Dime que vas a volver —susurró al final, derrotado.

—Lo haré. Pero no te prometo regresar igual.

Me tomó del rostro con ambas manos. Su frente contra la mía.

—No me importa cómo regreses. Solo regresa.

La noche cayó sin piedad.

El grupo se reducía a cinco. Todos elegidos por su lealtad, rapidez y capacidad de guardar silencio. Entre ellos, Theo. Por supuesto. Malhumorado, pero confiable.

Avanzamos entre los árboles con pasos felinos. Ni una rama quebrada. Ni una palabra innecesaria. La luna, irónicamente, nos vigilaba. Mi nombre brillando en el cielo, como un recordatorio cruel de lo que estaba en juego.

Y entonces… los vimos.

A lo lejos, figuras entre las sombras. Moviéndose como si supieran que los estábamos buscando.

El corazón me latió con fuerza. Un impulso ancestral me empujaba a atacar. A rugir. A marcar territorio.

Pero el alma de una líder sabía cuándo contenerse.

Observamos. Escuchamos.

Y entonces, uno de ellos levantó la cabeza.

Y supe quién era.

Y entendí todo.

El pasado… nunca había muerto.

Solo estaba esperando el momento exacto para resucitar.

—Maldito seas… —murmuré, helada.

Theo se giró.

—¿Lo conoces?

—Sí —respondí, sintiendo el mundo girar bajo mis pies—. Y acaba de firmar su sentencia.

Esa noche no dormí.

Tampoco la siguiente.

Pero mi decisión estaba tomada.

Y cuando me paré frente al consejo al amanecer, con los ojos encendidos y el cuerpo aún cubierto de tierra, nadie dudó de que hablaba en serio.

—Vamos a luchar. Vamos a proteger lo nuestro. Y esta vez, no voy a dejar que me arrebaten nada.

Mi voz resonó entre los muros.

Firme.

Inquebrantable.

“No hay oscuridad que pueda apagar la luz de quien sabe lo que quiere.”

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App