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El amanecer se deslizó con lentitud por las ventanas de la cabaña, tibio, silencioso… como si también él supiera que después de tantas noches rotas, al fin necesitábamos paz.

Mi pecho subía y bajaba de forma lenta, acompasada, por primera vez en semanas sin esa presión constante. La manta me cubría hasta los hombros, pero lo que realmente me envolvía era su brazo. El de Aiden. Fuerte, cálido, firme. Su cuerpo dormía a mi espalda, respirando profundo, confiado, como si por fin pudiera bajar la guardia.

Cerré los ojos. No para dormir, sino para memorizar esa sensación. El murmullo del viento afuera. El crepitar suave de las brasas. El peso de su mano en mi cintura.

El vínculo entre nosotros se había vuelto silencioso otra vez… pero no por la distancia, sino por la profundidad. Latía en un ritmo nuevo, más sereno. Como si al habernos roto, al haber dicho lo que tanto dolía, hubiéramos limpiado las heridas con verdad.

Y ahora... ahora tocaba sanar.

Deslicé mi mano sobre la suya, despacio.
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