41

El amanecer se deslizó con lentitud por las ventanas de la cabaña, tibio, silencioso… como si también él supiera que después de tantas noches rotas, al fin necesitábamos paz.

Mi pecho subía y bajaba de forma lenta, acompasada, por primera vez en semanas sin esa presión constante. La manta me cubría hasta los hombros, pero lo que realmente me envolvía era su brazo. El de Aiden. Fuerte, cálido, firme. Su cuerpo dormía a mi espalda, respirando profundo, confiado, como si por fin pudiera bajar la guardia.

Cerré los ojos. No para dormir, sino para memorizar esa sensación. El murmullo del viento afuera. El crepitar suave de las brasas. El peso de su mano en mi cintura.

El vínculo entre nosotros se había vuelto silencioso otra vez… pero no por la distancia, sino por la profundidad. Latía en un ritmo nuevo, más sereno. Como si al habernos roto, al haber dicho lo que tanto dolía, hubiéramos limpiado las heridas con verdad.

Y ahora... ahora tocaba sanar.

Deslicé mi mano sobre la suya, despacio. Aiden no se movió, pero su pulgar acarició el dorso de mis dedos con una ternura inesperada. Mi corazón dio un vuelco.

—No estás dormido, ¿verdad? —murmuré.

—No cuando tú respiras así —respondió él, con la voz ronca por el sueño.

—¿Así cómo?

—Como si estuvieras empezando a creer que todo estará bien.

Una risa suave escapó de mis labios, incrédula.

—¿Y no es una ilusión?

Aiden se incorporó apenas, su aliento caliente sobre mi cuello. Sus labios rozaron mi piel, ahí donde sabía que mis defensas se rendían.

—Si es una ilusión… que no se acabe nunca.

No respondí. Porque esa vez, no necesitaba hacerlo.

Pasamos el día entre pequeñas rutinas que, en otro tiempo, habrían parecido insignificantes. Pero que ahora sabían a salvación.

Cocinamos juntos. No algo gourmet o digno de realeza lobuna. Solo pan tostado, frutas, café fuerte y un silencio cómodo que valía más que mil palabras.

Aiden no me dejaba sola más de cinco minutos. Y yo no protestaba.

Nos sentamos juntos en la mesa redonda del consejo, compartiendo miradas cómplices mientras planeábamos nuevas rutas de vigilancia, ampliaciones de la frontera, sistemas de alerta. Era extraño, pero bonito: pensar en el futuro como algo posible. Real. Nuestro.

—No vamos a sobrevivir si seguimos actuando como si el mundo se acabara mañana —dijo él mientras trazaba líneas en el mapa.

—¿Y qué propones? ¿Tener un plan de contingencia o una cabaña en la playa?

—Ambas —respondió con una sonrisa ladeada.

Y por primera vez, me imaginé esa playa. Sol. Arena. Aiden con el pecho desnudo y yo sin miedo. Sonaba mejor que cualquier estrategia.

Cuando la noche cayó, no hubo sombras. O mejor dicho, sí, las hubo… pero ya no daban tanto miedo.

Porque ahora tenía con quién enfrentarlas.

El fuego danzaba dentro de la chimenea, lanzando destellos dorados sobre las paredes de madera y sobre la piel de Aiden. Yo estaba sentada en el sofá, las piernas cruzadas, envuelta en una manta. Él apoyado en el marco de la ventana, bebiendo un whisky que no necesitaba, con la mirada pensativa pero tranquila.

—¿En qué piensas? —pregunté.

—En ti —dijo, sin rodeos—. En cómo sobreviviste a todo. A mí. A la manada. A tu propio destino.

Parpadeé. Algo en su tono me tocó un punto vulnerable.

—No sobreviví, Aiden —respondí, con una media sonrisa—. Estoy sobreviviendo. Y a veces… solo porque tú estás cerca.

Él dejó el vaso sobre la mesa. Caminó hacia mí, con esa forma suya de moverse como un depredador elegante, pero sin intención de cazar. Solo de acercarse. De pertenecer.

Se arrodilló frente a mí.

—No quiero ser tu motivo para soportar, Luna. Quiero ser tu razón para vivir.

Mi garganta se cerró.

—¿Tú sabes lo que me haces con esas frases?

—Sí —susurró, con una sonrisa traviesa—. Pero ahora mismo solo quiero hacer esto.

Y me besó.

Fue un beso lento. Intenso. Con sabor a promesa y deseo contenido. Sus manos buscaron las mías, entrelazando nuestros dedos como si fueran raíces que al fin se unían a la tierra correcta. No había apuro. No había fuego descontrolado.

Solo dos almas reconociéndose.

Nos quedamos así mucho tiempo. Él arrodillado frente a mí. Yo acariciando su rostro con los pulgares, recordando cada ángulo, cada sombra de su expresión.

—Aiden…

—Shhh —me detuvo—. Esta noche no vamos a pensar. Solo vamos a sentir.

Y así lo hicimos.

Nos recostamos sobre la alfombra, junto al fuego. Él me abrazó como si fuera frágil y preciosa al mismo tiempo. Como si su calor pudiera derretir cualquier miedo aún escondido en mí.

Mis dedos trazaban líneas en su pecho, distraídos, mientras él jugaba con mi cabello.

—¿Crees que realmente podemos lograrlo? —pregunté al cabo de un rato—. Vencer todo esto. El pasado. Las amenazas. Las diferencias.

Aiden levantó mi mentón con suavidad, obligándome a mirarlo.

—No necesito que todo sea perfecto, Luna. Solo necesito que estés aquí. Que no te rindas. Que me mires con esos ojos cuando todo parezca oscuro.

Mis labios temblaron.

—Entonces no te vayas nunca.

—Nunca —juró, y su voz era la única verdad que necesitaba.

Nos besamos de nuevo. Esta vez con urgencia. No de deseo, sino de esperanza. De necesidad de aferrarnos a algo más fuerte que el miedo.

A algo llamado “nosotros”.

Horas después, cuando las brasas ya se habían apagado y nuestros cuerpos descansaban envueltos en paz, Aiden murmuró algo que me dejó sin aliento:

—Si tuviera que volver a pasar por todo… por la muerte, por el dolor, por perderme a mí mismo… lo haría solo para encontrarte otra vez.

Y en ese instante, lo supe.

Ya no estábamos rotos.

Éramos cicatrices hermosas que contaban una historia de amor, lucha y renacimiento.

“En tus brazos encontré mi refugio y mi fuerza.”

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP