La primera luz del amanecer no trajo consuelo.
Solo dejó al descubierto el desastre.
Una noche bastó para poner a prueba todo por lo que había peleado. Una noche, y el equilibrio que tanto me costó construir, se tambaleó como una vela al borde del viento.
Mi cuerpo aún llevaba las marcas de la misión en la frontera. Arañazos, sangre seca, el sabor a humo en la garganta y la adrenalina latente bajo la piel. Pero el verdadero peso no era físico.
Era el de las miradas.
Y el silencio.
Ese silencio cargado que se cuela entre las grietas de las paredes y que tiene nombre: desconfianza.
La traición no había venido del enemigo. No aún.
Había nacido en casa.
—Lo sabían —murmuré mientras recorría el pasillo del consejo—. Alguien les avisó que íbamos. No fue coincidencia.
Emilia caminaba a mi lado, seria como siempre, pero con un brillo distinto en los ojos. No miedo, no exactamente. Algo más sutil. Algo parecido al desencanto.
—Sí —confirmó con voz baja—. Y tú sabes lo que eso significa.
—Que t