43

La primera luz del amanecer no trajo consuelo.

Solo dejó al descubierto el desastre.

Una noche bastó para poner a prueba todo por lo que había peleado. Una noche, y el equilibrio que tanto me costó construir, se tambaleó como una vela al borde del viento.

Mi cuerpo aún llevaba las marcas de la misión en la frontera. Arañazos, sangre seca, el sabor a humo en la garganta y la adrenalina latente bajo la piel. Pero el verdadero peso no era físico.

Era el de las miradas.

Y el silencio.

Ese silencio cargado que se cuela entre las grietas de las paredes y que tiene nombre: desconfianza.

La traición no había venido del enemigo. No aún.

Había nacido en casa.

—Lo sabían —murmuré mientras recorría el pasillo del consejo—. Alguien les avisó que íbamos. No fue coincidencia.

Emilia caminaba a mi lado, seria como siempre, pero con un brillo distinto en los ojos. No miedo, no exactamente. Algo más sutil. Algo parecido al desencanto.

—Sí —confirmó con voz baja—. Y tú sabes lo que eso significa.

—Que tenemos una rata entre nosotros.

Ella no respondió, pero no necesitaba hacerlo. Lo que dolía era que, por primera vez, no tenía idea de quién.

¿Theo? Improbable. Él moriría antes de traicionar. ¿Nora? Tal vez. Llevaba semanas con ese aire distante, como si su lealtad colgara de un hilo invisible. ¿Magnus?

No. No podía permitirme sospechar de todos.

—¿Y Aiden? —preguntó Emilia, alzando una ceja—. ¿Ya se lo dijiste?

Mi pecho se apretó.

—No aún. No quiero… cargarlo con esto.

—¿No quieres cargarlo, o no quieres que vea cuán jodido está todo?

La miré.

A veces, odiaba lo honesta que era.

—Ambas cosas.

Aiden me encontró al anochecer, sentada en las escaleras que daban al jardín principal, con las rodillas contra el pecho y el corazón en modo ruleta rusa.

—Te he estado buscando —dijo con esa voz grave que aún lograba derretirme por dentro—. Tu cama se sintió vacía.

—Mi cabeza también —respondí sin mirarlo.

Se sentó junto a mí, su calor envolviéndome de inmediato. Me rozó la mano con la suya, pero no me sostuvo. Como si supiera que necesitaba el espacio, y aun así quería recordarme que estaba ahí.

—Habla conmigo, Luna. No me dejes fuera.

Lo miré entonces.

Y vi el cansancio en su rostro. Las sombras bajo sus ojos. Las pequeñas grietas en su coraza.

—Hay un traidor. Alguien dentro. Que está pasándole información al enemigo. Por eso supieron que íbamos. Por eso estaban preparados.

Aiden inhaló despacio. Sus mandíbulas se tensaron.

—¿Quién?

—No lo sé.

—¿Sospechas de alguien?

—Sospecho de todos —admití, odiando cada sílaba—. Y eso me está comiendo viva.

Él asintió lentamente.

—Entonces lo encontraremos. Juntos.

—¿Y si es alguien cercano? ¿Alguien que amamos?

—Entonces que los dioses se apiaden de él. Porque yo no lo haré.

La reunión del consejo fue convocada con urgencia.

La sala olía a tensión. Y a perfume caro, porque claro, algunos pensaban que el poder venía con aroma a rosas.

—Nos traicionaron —empecé, de pie frente a ellos—. No lo voy a adornar. No voy a suavizarlo. Y si a alguien le incomoda que lo diga en voz alta… pueden irse.

Nadie se movió.

—Vamos a revisar cada comunicación. Cada patrulla. Cada guardia. Cada entrada y salida. Vamos a rastrear cada paso que se dio antes y después de la misión. Y cuando encontremos a quien fue…

Mi voz se volvió hielo.

—Lo haré pagar.

Silencio.

Y entonces, la chispa.

—¿Y quién te dio a ti ese poder? —dijo Nora, cruzando los brazos con arrogancia.

Ah, claro.

Ahí estabas.

—¿Disculpa?

—No eres reina, Luna. Eres Alfa. Pero eso no te da derecho a imponer justicia como si este fuera un régimen.

—Y sin embargo, aquí estás. Siguiéndome.

Sus labios se curvaron apenas.

—Por ahora.

Aiden se movió a mi lado, sutil, pero amenazante.

—¿Hay algo que quieras decirnos, Nora?

Ella se echó hacia atrás, desafiante.

—Solo que los líderes también caen. Especialmente cuando se ciegan por su ego.

Mi risa fue amarga.

—No te confundas. No es ego. Es amor. Por esta manada. Por mi gente. Por mi compañero. Y por todo lo que estamos construyendo. Estoy dispuesta a perderlo todo si es necesario, pero no voy a dejar que alguien lo destruya desde dentro.

Nora no respondió. Pero su mirada ardía.

Horas después, la lluvia cayó.

Y con ella, la noche se volvió aún más densa.

Estaba en mi habitación, despojándome de mi ropa empapada, cuando la puerta se abrió.

Era Aiden.

Empapado también. Su cabello goteando. Sus ojos brillando con algo salvaje.

—¿Estás bien? —pregunté, acercándome.

No respondió.

Solo me tomó por la cintura y me atrajo hacia él con una necesidad cruda, urgente. Sus labios encontraron los míos como si fuera la única forma que conocía de mantenerse cuerdo. Me besó como si estuviera pidiendo perdón y reclamando su lugar al mismo tiempo.

Y yo… lo dejé.

Porque en medio del caos, él era mi ancla.

Mi tormenta.

Mi refugio.

—No quiero perderte —susurró contra mi cuello—. No por traidores. No por política. No por este maldito juego de poder.

—No me perderás.

—Ya lo hice una vez.

Lo tomé del rostro, obligándolo a mirarme.

—No me perderás —repetí, con voz firme—. Porque esta vez estoy luchando. Por ti. Por mí. Por nosotros.

Su mirada se suavizó. Y luego, me abrazó con tanta fuerza que sentí que mi alma se reacomodaba.

La madrugada llegó con un grito.

Un lobo. Herido.

Corrí hacia el patio, Aiden detrás de mí. El cuerpo de uno de los centinelas yacía frente a la entrada, ensangrentado, inconsciente.

—¡Lo encontramos! —gritó uno de los guardianes—. Tiene la marca. La marca del traidor.

Mi corazón se paralizó.

—¿Quién?

—Magnus —dijo, jadeando—. Fue Magnus.

El mundo se detuvo.

Mi mente se negó.

—No… no puede ser.

Pero el cuerpo no mentía.

Y el tatuaje en el cuello tampoco.

La marca de la alianza con los usurpadores. Antigua. Prohibida.

Real.

Aiden apretó los puños con tal fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.

—Maldito bastardo.

—¿Dónde está? —pregunté, mi voz rota de furia.

—Huyó —dijo el guardián—. Pero lo encontraremos.

Sí. Lo haríamos.

Pero el golpe ya estaba dado.

No solo por la traición.

Sino porque alguien en quien confiábamos… había elegido el otro lado.

Y lo peor de todo…

Era que aún no entendíamos por qué.

Me encerré en mi estudio al amanecer, sola, con los informes en las manos y el alma hecha pedazos.

El poder.

Lo había pedido.

Lo había asumido.

Y ahora… lo pagaba.

Con sangre.

Con dolor.

Con decisiones que me perseguirían por el resto de mi vida.

Aiden apareció en la puerta, su silueta recortada por la luz del sol naciente.

—No estás sola —dijo con suavidad—. No importa cuán oscuro se ponga esto. Estoy contigo. Hasta el final.

Y por primera vez en muchas horas, creí que sí. Que juntos, podríamos.

Me acerqué. Lo abracé. Y susurré, contra su pecho:

“El poder tiene un precio, y estoy dispuesta a pagarlo por aquello que amo.”

Y esta vez… no dudé.

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