A veces creo que el silencio entre nosotros pesa más que cualquier palabra que pueda decirse. Es un silencio lleno de tensión, de cosas no dichas, de miradas que se desvían demasiado rápido o que se sostienen demasiado tiempo. Aiden y yo no somos exactamente una historia de amor clásica. Él es todo lo que me advirtieron que evitara: dominante, intenso, peligroso. Y aun así, hay una parte de mí que lo busca en cada sombra, en cada inhalación contenida.
Llevábamos horas caminando entre los árboles, y aunque sus pasos eran firmes y decididos, había algo en su postura, en la forma en que no me miraba, que me decía que él tampoco estaba del todo en paz. El bosque parecía eterno, como si fuera un susurro antiguo de raíces y secretos. A veces pensaba que Aiden pertenecía a este lugar más que a cualquier otro. Era parte de él. Salvaje. Misterioso. Imposible de domar.
Y aquí estaba yo, la chica rota que no entendía nada del mundo al que había sido arrojada. Todo lo que conocía estaba a kilómetros de distancia, y sin embargo, no podía dejar de sentir que este era el lugar donde debía estar.
—¿Siempre caminas así, como si estuvieras huyendo de tus propios pensamientos? —le pregunté, intentando romper el hielo espeso entre nosotros.
—Y tú, ¿siempre haces preguntas cuando estás incómoda? —replicó sin mirarme, pero vi cómo una comisura de su boca se alzaba apenas.
—Táctica de defensa. Me ayuda a no caer en pánico —dije con fingida ligereza, aunque no podía negar que estar a solas con él, en medio de un bosque desconocido, me aceleraba el corazón.
—No tienes que tener miedo de mí, Luna.
—No estoy segura de si eso es verdad —murmuré.
Se detuvo en seco. Me giré hacia él, y por primera vez en horas, nuestros ojos se encontraron. Sus pupilas eran oscuras como la noche, y sin embargo, había una calidez inesperada en su mirada, como si luchara por contener un fuego demasiado antiguo.
—Sé que no he sido claro contigo. Y también sé que este mundo no es el que imaginabas —dijo con la voz grave, baja, casi como si le doliera hablar—. Pero quiero que entiendas algo. Lo que eres... lo que significas para mí... va más allá de cualquier lógica o decisión.
Fruncí el ceño.
—¿Qué soy para ti, Aiden?
Él respiró hondo y, en lugar de responder, extendió su brazo. Se arremangó la chaqueta y me mostró su muñeca. Allí, en la piel, había una marca. No era un tatuaje, ni una cicatriz. Era como un símbolo antiguo, grabado con fuego y luna. Un diseño intrincado que parecía latir con vida propia.
—Esto… —su voz bajó aún más, y sus dedos rozaron la marca— solo aparece en un Alfa cuando su compañera está cerca. Es como una maldición... o una bendición, depende de cómo lo veas. No elegimos. Nos eligen.
Mis ojos bajaron instintivamente hacia mi propio brazo. Una punzada me recorrió la muñeca. Al alzar la manga, sentí que el mundo se tambaleaba.
La misma marca.
No idéntica, pero sí parte del mismo patrón. Como si fuéramos dos piezas de un puzle que sólo encajan entre sí.
Retrocedí un paso.
—¿Qué… qué significa esto?
—Que estás ligada a mí —dijo con brutal honestidad—. Que lo quieras o no, tu alma me pertenece... y la mía, a ti.
Las palabras me golpearon con la fuerza de un huracán. No podía respirar. Mi corazón latía como si estuviera intentando escapar de mi pecho.
—Eso suena a cadena. No a destino —susurré, temblando.
—Podrías verlo así —asintió—. Pero no soy tu carcelero, Luna. Soy el que daría la vida por ti.
Y lo dijo con tal convicción, con tanta furia contenida, que por un momento, lo creí.
Me giré y me alejé unos pasos, intentando pensar. ¿Estaba condenada a ser de alguien? ¿Dónde quedaban mis decisiones, mi libertad, mi derecho a decir que no?
Pero entonces lo sentí. Esa paz inexplicable, ese susurro en mi sangre que sólo aparecía cuando él estaba cerca. Mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente. Como si una parte de mí supiera que nunca volvería a sentirse completa lejos de él.
—No quiero ser usada, Aiden —le dije con la voz quebrada—. No quiero ser un objeto más en tu lucha de poder o tu destino de Alfa. Soy una persona. Estoy rota, sí, pero sigo siendo yo.
Él se acercó con cuidado, como si temiera asustarme.
—Luna, si hay algo que más deseo en este momento, es que sigas siendo tú. Que me enfrentes, que me contradigas, que me desafíes. Porque sólo así sé que esto es real.
Me tomó la mano y la llevó hasta su marca. Sentí el calor irradiar entre nosotros, como si una corriente eléctrica nos uniera en algo más profundo que la carne.
—Esto no es una cadena —dijo con los ojos ardiendo—. Es una promesa.
Nos quedamos así, mirándonos, respirando el uno al otro. Podía sentir su conflicto, su contención. Él me deseaba, podía verlo en cada línea de su rostro, en cada músculo tenso de su cuerpo. Pero no se movía. No me tomaba. Me daba espacio.
Y eso, paradójicamente, me hizo querer acercarme más.
No lo besé. No todavía. Pero me quedé a centímetros de su boca, sintiendo su aliento mezclarse con el mío, su esencia envolverme.
—Tengo miedo —le confesé, con la voz apenas audible.
—Yo también —respondió sin dudar.
Y esa fue la primera vez que lo sentí humano. No un Alfa. No un salvaje. Solo un hombre enfrentándose a un vínculo que no pidió, con una mujer que no esperaba.
Más tarde, cuando el sol se había escondido por completo y nos refugiamos en una pequeña cabaña improvisada entre las rocas, me quedé despierta. Aiden dormía a unos pasos de mí, inquieto, como si incluso en sueños cargara con el peso del mundo.
Miré mi muñeca bajo la luz pálida de la luna que se filtraba por las rendijas del techo. La marca brillaba débilmente, como si respondiera al llamado lunar.
Mi mundo había cambiado. Yo había cambiado.
Y aunque una parte de mí seguía queriendo correr, otra, más profunda y visceral, sabía que había sido elegida.
No podía escapar de esto.
Ni quería.
Porque, por primera vez en mucho tiempo, sentía que pertenecía a algún lugar.
Y ese lugar tenía un nombre.
Aiden.