40

A veces, el amor duele más que el odio. Quema lento, como una brasa enterrada bajo cenizas. Y lo peor es que no lo ves venir… hasta que ya estás en llamas.

Eso éramos Aiden y yo ahora: dos fuegos enfrentados, destruyéndonos con cada roce, cada silencio. Caminábamos por la misma senda, liderábamos a la misma manada, pero cada paso juntos parecía una batalla no declarada. Y lo más jodido de todo… es que seguía deseándolo con la misma fuerza con la que quería escapar de él.

Desde que descubrí la traición de Declan y las sombras que nos acechaban desde dentro, todo había cambiado. Ya no dormía bien. Ya no confiaba en nadie. Y Aiden... él se había encerrado aún más en su mundo silencioso de estrategias, amenazas y cargas invisibles. No me dejaba entrar. Otra vez.

—La reunión con los centinelas será al atardecer —dijo esa mañana, sin mirarme, mientras se colocaba la camisa negra que tanto odiaba porque parecía parte de una armadura. Su voz fue tan fría y firme como si me estuviera informando del clima.

—Perfecto. ¿Tendrás tiempo para fingir que te importa cómo estoy?

Silencio. Luego, el roce áspero de su palma sobre su nuca. Y nada más.

Jodidamente frustrante.

—No es momento para esto, Luna —espetó sin siquiera subir la voz.

—Siempre es “no es momento”. Siempre es “después”. ¿Sabes qué pienso? Que si seguimos así, no va a haber un después.

Aiden me miró entonces. Sus ojos, ese tono oscuro que tantas veces me había derretido, estaban endurecidos. Como piedra.

—Estamos en guerra, Luna. Con enemigos que aún no tienen rostro. ¿Quieres que me siente a llorar contigo entre suspiros cuando podrían atacar en cualquier instante?

—¡No quiero que llores! Quiero que me mires como si todavía fueras tú. Como si todavía te importara algo más que el maldito deber.

Algo en su mandíbula se tensó. Pero no dijo nada. Se limitó a ponerse las botas, girar hacia la puerta y salir.

Y con él, se fue la última chispa de paciencia que me quedaba.

Pasaron los días. Las horas. Largas, densas, insoportables.

La manada estaba inquieta. Lo sentía en cada paso. Los cachorros no jugaban, los guerreros no sonreían, y las parejas dormían abrazadas como si temieran que el otro desapareciera al despertar. Yo también temía eso. Pero en mi caso, ya estaba ocurriendo.

Aiden y yo apenas hablábamos. Y cuando lo hacíamos, era con palabras medidas, duras, como cuchillas disfrazadas de frases prácticas. Liderábamos juntos, sí. Como dos generales en el campo de batalla. Pero no como compañeros. Mucho menos como mates.

El vínculo... dolía.

Era como si el lazo invisible que nos unía se estirara cada vez más, rozando el punto de quiebre, dejando heridas invisibles pero reales. Y por la Luna, dolía tanto que a veces tenía que salir a correr por el bosque solo para respirar sin que el pecho me ardiera.

Una tarde, después de que un grupo de exploradores regresara herido por una emboscada que nadie vio venir, algo en mí estalló.

—Esto no puede seguir así —le dije a Aiden cuando lo alcancé en la sala de estrategias, donde el mapa de nuestro territorio se extendía sobre la mesa como un cadáver abierto.

—Luna…

—¡No me interrumpas! —grité, y mi voz rebotó por las paredes como un trueno.

Él me miró, sorprendido. Por fin. Pero no retrocedió.

—Tú y yo, esto... —Mi voz se quebró—. Estamos fingiendo. Fingimos que no nos duele, que esto es solo tensión de guerra, pero no lo es. No solo eso.

Aiden dio un paso hacia mí. Solo uno. Pero fue suficiente para que mi corazón se desbocara.

—¿Quieres saber lo que me duele? —dijo, y su voz sonó grave, temblorosa, como si cada palabra le costara—. Me duele que no me entiendas. Que pienses que todo esto lo hago por orgullo o por cobardía. Cuando cada día que me levanto sin saber si volveré a verte viva, siento que algo me arranca el alma.

Mis labios se abrieron. Pero no pude hablar.

—¿Crees que no quiero abrazarte en la noche? ¿Que no quiero quedarme dormido con tu olor en mi piel? —siguió, y su tono subió—. ¡Claro que quiero! ¡Pero no puedo, Luna! Si me dejo caer, si me permito sentir todo lo que tengo aquí adentro… —Se golpeó el pecho con fuerza—. Entonces todo esto se vendrá abajo. La manada. Tú. Nosotros.

Di un paso hacia él. Las lágrimas ardían, pero no las dejé caer.

—¿Y qué pasa si ya se está cayendo igual? ¿Si este silencio tuyo me está matando más que cualquier enemigo allá fuera?

Un músculo se contrajo en su mandíbula. La tensión en la sala era tan espesa que parecía un campo de energía a punto de estallar.

—Te elegí, Aiden. Lo haría otra vez. Incluso en medio de este caos. Pero si tú no me eliges cada día, si no luchas también por esto... —Le señalé el espacio entre nosotros—. Entonces dime ahora. Porque no voy a quedarme donde no me quieren.

Sus ojos se llenaron de rabia. Pero no de la que destruye. Era otra... una desesperada. Una que gritaba sin hacer ruido.

Entonces se acercó. Un paso. Dos. Hasta que su frente rozó la mía.

—Eres todo lo que quiero, Luna —susurró, tan bajito que apenas lo escuché—. Pero si te pierdo por no saber cómo amarte en medio de esta guerra... será la única batalla que no podré perdonarme.

Mis lágrimas cayeron.

Y él las besó.

Esa noche no hicimos el amor. No hubo caricias ni jadeos robados en la oscuridad.

Solo estuvimos ahí. Juntos. En silencio. Él con su brazo rodeándome fuerte. Yo con la cabeza apoyada en su pecho, escuchando su corazón, recordando que aún latía por mí.

No dijimos nada más.

No hacía falta.

Pero lo entendí.

A veces, el amor no es solo fuego o deseo. A veces es resistencia. Una promesa muda en mitad de la guerra.

Una tregua en un campo minado.

Una batalla que solo se gana si estás dispuesto a perder un poco de ti mismo.

“En la guerra del corazón, a veces perder es la única forma de ganar.”

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