La noche me había envuelto en su manto oscuro, y con ella, mi mente se había perdido en la vastedad de la forma lobuna que aún habitaba mi cuerpo. No sabía cómo regresar. El instinto, ese viejo enemigo y aliado a la vez, me arrastraba más allá de los límites humanos. Mi alma estaba dividida: una mitad salvaje, libre, feroz; la otra, humana y vulnerable, tratando de aferrarse a la razón.
Sentí el frío de la madrugada calar en mis huesos, aunque no recordaba sentir frío cuando era loba. Mi pelaje blanco resplandecía bajo la luna, un faro solitario en el bosque silente. El tiempo se desdibujaba, y con cada instante, la distancia entre Luna y su humanidad parecía crecer.
Entonces, escuché pasos.
No eran las pisadas ligeras de cualquier animal, sino el ritmo firme y constante de Aiden, buscando, sin descanso. Un escalofrío me recorrió el lomo, pero no era de miedo. Era la mezcla entre el deseo de esconderme y la esperanza de que él me encontrara.
No quise volver. No quería regresar a la ja