13

La noche me había envuelto en su manto oscuro, y con ella, mi mente se había perdido en la vastedad de la forma lobuna que aún habitaba mi cuerpo. No sabía cómo regresar. El instinto, ese viejo enemigo y aliado a la vez, me arrastraba más allá de los límites humanos. Mi alma estaba dividida: una mitad salvaje, libre, feroz; la otra, humana y vulnerable, tratando de aferrarse a la razón.

Sentí el frío de la madrugada calar en mis huesos, aunque no recordaba sentir frío cuando era loba. Mi pelaje blanco resplandecía bajo la luna, un faro solitario en el bosque silente. El tiempo se desdibujaba, y con cada instante, la distancia entre Luna y su humanidad parecía crecer.

Entonces, escuché pasos.

No eran las pisadas ligeras de cualquier animal, sino el ritmo firme y constante de Aiden, buscando, sin descanso. Un escalofrío me recorrió el lomo, pero no era de miedo. Era la mezcla entre el deseo de esconderme y la esperanza de que él me encontrara.

No quise volver. No quería regresar a la jaula humana que había abandonado. El bosque era mi reino ahora, y la loba que corría entre sombras me parecía más real que la chica atrapada en dudas y miedos.

Pero cuando vi sus ojos, brillando en la penumbra, sentí cómo algo dentro de mí se quebraba.

Aiden no habló. No me exigió ni me ordenó. Simplemente se sentó a mi lado, con la paciencia infinita de quien entiende que algunos cambios requieren tiempo.

Sus dedos rozaron mi pelaje, cálidos y firmes, y por un momento, el mundo dejó de girar.

Sin prisa, permití que la transformación me reclamara. Sentí el dolor familiar, la tensión que me desgarraba desde adentro, hasta que finalmente, abrí los ojos humanos frente a él.

Estaba desnuda, vulnerable como nunca, expuesta a su mirada que no era juicio, sino aceptación.

Sin decir palabra, él me envolvió en su chaqueta, un refugio silencioso que hablaba más que mil promesas.

Me cubrió con su abrigo, pero ya era tarde. Él ya me había visto toda.

Y yo, por primera vez, me sentí completa.

Me cubrió con su abrigo, pero ya era tarde. Él ya me había visto toda.

Sentada en la fría tierra del bosque, envuelta en aquella chaqueta que parecía demasiado grande para mí, lo miré a los ojos. Había una mezcla extraña en ellos: preocupación, deseo contenido, y algo que no lograba descifrar del todo. ¿Era miedo? ¿Era protección? ¿O acaso esa línea delgada entre ambos?

No dije nada. Ni él tampoco. El silencio se volvió un tercer protagonista en aquella escena, uno pesado, cargado de lo que no se decía y de lo que no podía decirse.

El aire estaba helado, pero entre nosotros dos se sentía una temperatura distinta. Era el roce invisible de una atracción que parecía un incendio listo para estallar, pero que ninguno de los dos estaba dispuesto a avivar. Por ahora.

—No tenías que venir a buscarme —susurré, la voz temblorosa más por la vulnerabilidad que por frío.

Él se acercó un poco más, y pude notar la tensión en su mandíbula, el pulso acelerado que hasta entonces había tratado de ocultar.

—No podía dejarte ahí sola —respondió con firmeza, sin apartar la mirada.

No supe qué decir. Quería decirle tantas cosas y al mismo tiempo no quería que nada se arruinara. ¿Cómo explicarle que mi instinto salvaje estaba luchando contra la humana que aún no sabía cómo ser? Que me sentía rota, partida en dos, y que él era la única constante que me anclaba a este mundo.

Sentí su mano rozar la mía, lenta, casi como una pregunta.

—¿Quieres volver conmigo? —preguntó, suave, como si temiera que la respuesta pudiera romper todo.

No respondí. No podía. Pero el roce de sus dedos me hizo temblar. No de frío, sino de algo mucho más profundo, de esa electricidad que se enciende cuando las almas rozan la piel.

Entonces, como si la noche se conspirara a nuestro favor, el lobo dentro de mí comenzó a desvanecerse. Sentí cómo el dolor de la transformación regresaba, esa mezcla de agonía y renacer. Caí hacia adelante, las piernas débiles, la respiración agitada.

Él me sostuvo con fuerza, pero sin apretar, con la delicadeza de quien sabe que lo más frágil puede romperse si se manipula demasiado.

Cuando abrí los ojos, ya humana, sentí la piel desnuda contra el frío de la chaqueta que me envolvía. Estaba expuesta, sin nada que ocultara mi miedo, mi incertidumbre, mi deseo.

—Eres... —comenzó a decir él, pero se detuvo—... increíble.

Su voz sonaba ronca, como si las palabras le costaran más de lo que esperaba.

Lo miré fijamente, intentando entender qué significaba ese “increíble” que había dicho con tanto peso.

—¿Increíble? —repetí, intentando poner algo de burla para esconder el nudo que tenía en la garganta—. ¿Eso es todo?

Él soltó una risa baja, amarga y sincera.

—No hay palabras para describirte. Ni como loba, ni como humana.

Aquella confesión me atravesó como una flecha. No porque no supiera que era especial, sino porque sentí que él, el alfa, el hombre que controlaba todo a su alrededor, estaba abriendo una rendija en esa armadura que siempre llevaba puesta.

—¿Y qué esperas que haga con eso? —pregunté, bajando la mirada, jugando con el borde de la chaqueta.

—No lo sé —admitió sin rodeos—. Pero sé que no quiero perderte.

El silencio volvió, esta vez menos incómodo, más cargado de promesas veladas.

El bosque parecía un universo aparte, alejado de la tensión del clan, de las dudas y las profecías. Allí, solo estábamos nosotros dos, frágiles y fuertes a la vez, aprendiendo a coexistir con el instinto y con el corazón.

Por un momento, pensé en correr, en perderme otra vez en la oscuridad, pero sus ojos me sujetaron mejor que cualquier atadura.

Me sentí segura, aunque vulnerable. Y quizás eso era lo que más me costaba aceptar.

—No sé si puedo hacerlo —confesé, la voz rota—. Ser la loba, ser humana... ser la que todos esperan.

—No tienes que ser nada que no quieras —me interrumpió, con un tono que no admitía discusión.

Lo miré, y por primera vez en mucho tiempo, creí en esas palabras.

—Entonces, qué soy para ti? —pregunté bajito, casi un susurro.

Su mano se posó sobre mi mejilla, cálida y firme.

—Eres mía —dijo con una mezcla de posesión y ternura que me hizo estremecer—. Pero no de la forma en que todos creen que funciona esto. No aún.

Me acerqué un poco, sintiendo la tentación de rozar sus labios, de cerrar esa distancia que se sentía tan eléctrica. Pero él apartó la mirada, como si se negara a darme lo que su cuerpo pedía.

—No puedo —murmuró—. No ahora.

—¿Por qué? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Porque si te toco, pierdo el control —confesó, con un hilo de voz—. Y no quiero que te marques sin que estés lista. Sin que sea tu elección.

El corazón me dio un vuelco. Había esperado que fuera más fácil, que él fuera más duro, más implacable. Pero aquella fragilidad me hizo amarlo y temerlo a partes iguales.

Me quedé recostada en su chaqueta, escuchando el sonido de su respiración, intentando memorizar cada instante, cada sensación.

La luna seguía alta, roja y majestuosa, como un testigo silencioso de nuestro pacto no dicho.

—Te prometo que te enseñaré a no tener miedo —susurró, rozando mi cabello—. Y que el instinto no siempre tiene que doler.

Yo solo pude asentir, dejando que sus palabras fueran la única luz en la oscuridad de aquella noche interminable.

Porque, aunque no sabía cómo regresar del todo, algo en mí sabía que no estaba sola. Que quizás, solo quizás, el instinto y el corazón podían coexistir.

Y que ese abrigo, esa chaqueta que me cubría, era el símbolo de que él estaba dispuesto a esperar. A esperarme a mí.

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