14

El sonido del acero chocando, de los gruñidos y los cuerpos lanzados al suelo, me llegaba como un eco salvaje desde el claro de entrenamiento.

Estaba escondida tras uno de los árboles, justo en el límite donde el bosque se abría a la zona donde los guerreros entrenaban. Desde que volví, no había dejado de observarlos. O más bien, no había dejado de observarlo a él.

Aiden.

Era imposible no mirarlo. Con el torso desnudo, la piel cubierta por una delgada capa de sudor que brillaba bajo el sol del mediodía, se movía como un depredador. Preciso, letal, hermoso. Cada golpe que daba era una obra de fuerza y elegancia. Era como ver a una tormenta hecha hombre.

¿Y qué hacía yo? Oculta. Observándolo como una loba en celo sin dignidad alguna. Pero es que no podía evitarlo. Mi cuerpo lo buscaba incluso cuando mi mente suplicaba un poco de cordura.

Y entonces, ella apareció.

Ira.

La vi acercarse como quien no quiere la cosa. Con esos movimientos felinos que gritaban “mírame”. Claro, todos los machos del lugar se giraban cuando ella pasaba. Larga melena cobriza trenzada con cintas negras, curvas que sabían usarse como armas, y una sonrisa arrogante que prometía guerra.

Pero ella solo miraba a uno.

A mi Alfa.

La rabia me atravesó como una cuchilla afilada. Al principio, pensé que era solo deseo, ese ardor en el pecho y el calor entre las piernas. Pero no. Era celos. Puro veneno líquido corriéndome por las venas.

Ira se acercó a Aiden con una sonrisa confiada, le dijo algo en voz baja, y él respondió con una de esas sonrisas ladeadas que tanto odiaba… y amaba. No escuché las palabras, pero no necesitaba hacerlo. Lo vi en el lenguaje de sus cuerpos. Ella quería tocarlo. Y él la dejó estar cerca.

Tragué saliva, los nudillos blancos de tanto apretar los puños.

No soy celosa. O al menos no lo era. Pero algo había cambiado en mí desde que supe lo que significaba ser su compañera. Desde que él me miró como si yo fuera su mundo, aunque se negara a decirlo en voz alta.

Y ahora esa loba de piernas interminables estaba demasiado cerca de lo que era mío.

—Qué patético, Luna —me dije a mí misma en voz baja—. Te escondes como una niña celosa mientras la otra le coquetea en su cara.

No lo pensé. Salí del bosque, el paso firme, el corazón como un tambor de guerra.

Las miradas se volvieron hacia mí como si una bomba hubiera estallado en medio del campo. Algunos guerreros se quedaron congelados, otros fruncieron el ceño.

Ira giró lentamente y sonrió. Era una sonrisa de esas que no suben a los ojos, de esas que significan: “Sé exactamente por qué estás aquí, perrita.”

—¿Vienes a mirar más de cerca, cachorra? —dijo, la voz dulce como miel envenenada.

Me detuve a un par de pasos.

—No vine a mirar. Vine a recordarte que no necesitas usar tus tetas como armas con alguien que no te pertenece.

Hubo un murmullo entre los presentes. Nadie se atrevía a intervenir. No cuando la tensión era tan espesa que podía cortarse con una garra.

Aiden estaba ahí. Callado. Observándonos. Pero no intervino. Y eso solo avivó mi fuego.

—Aiden es libre de elegir con quién entrena —respondió Ira con esa voz sedosa suya—. ¿O acaso tienes miedo de que prefiera a una loba de verdad y no a una niña disfrazada?

Mis ojos chispearon. Me acerqué un paso más.

—¿Sabes qué me molesta, Ira? Que hables tanto y no hagas nada. ¿Quieres demostrar algo? Pues hazlo.

—¿Estás retándome? —preguntó, arqueando una ceja.

—¿Vas a seguir hablando o vas a moverte?

La respiración me ardía en los pulmones, pero no por el esfuerzo. Era la furia. Era el deseo contenido. Era él… viéndonos.

Aiden dio un paso hacia adelante. Por un segundo pensé que detendría la locura, pero no lo hizo. Solo habló:

—Combate controlado. No al corazón ni al cuello. Demuestren lo que saben. O cállense.

Así, sin más, quedó sellado.

La tensión era un campo minado cuando tomé posición frente a ella. Ira giró los hombros, sonriendo como si ya hubiese ganado.

—Espero que no llores cuando termines en el suelo, princesa.

—Espero que no sangres sobre mis botas nuevas —contesté, y ataqué primero.

Fue instinto puro. Mis movimientos no eran perfectos, pero eran rápidos. Ella bloqueó el primer golpe, y se giró para lanzarme una patada que me rozó la mejilla.

El sabor metálico me llenó la boca. Me relamí.

Perfecto. Quería esto.

La lucha fue sucia, intensa, hermosa. Un choque de rabia femenina y poder contenido. La adrenalina me invadía como una droga, empujándome más allá del dolor, del miedo.

Ella se lanzó hacia mí, buscando derribarme, pero me agaché y la hice rodar por la tierra. Aproveché su desconcierto para montarme sobre ella, una rodilla en su abdomen, una mano presionando su cuello.

Su respiración se volvió superficial. Me miró con rabia. Y supe que había ganado.

—Podría dejarte inconsciente —susurré, el sudor escurriéndome por la frente—. Pero prefiero que te levantes... y recuerdes que yo no soy una amenaza futura. Soy una realidad presente.

La solté y me puse de pie.

El silencio del campo fue absoluto. Solo se escuchaban nuestras respiraciones agitadas. Ella no dijo nada. Solo me miró con odio puro mientras se levantaba, la mandíbula tensa, la humillación impregnada en cada músculo.

Yo no sonreí. No lo necesitaba.

Aiden tampoco sonrió.

Pero sus ojos estaban fijos en mí.

Había algo en su rostro que no había visto antes. No era deseo, no del todo. Era algo más profundo, más oscuro, más crudo. Era respeto. Era orgullo. Era el reconocimiento de que ya no era una niña perdida en su bosque… sino una loba hecha y derecha.

Me giré para marcharme, aún sintiendo la mirada de todos sobre mí, pero la suya… la suya era la única que quemaba.

Y entonces lo pensé.

¿Y si ya no soy la presa… sino la cazadora?

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