El sonido del acero chocando, de los gruñidos y los cuerpos lanzados al suelo, me llegaba como un eco salvaje desde el claro de entrenamiento.
Estaba escondida tras uno de los árboles, justo en el límite donde el bosque se abría a la zona donde los guerreros entrenaban. Desde que volví, no había dejado de observarlos. O más bien, no había dejado de observarlo a él.
Aiden.
Era imposible no mirarlo. Con el torso desnudo, la piel cubierta por una delgada capa de sudor que brillaba bajo el sol del mediodía, se movía como un depredador. Preciso, letal, hermoso. Cada golpe que daba era una obra de fuerza y elegancia. Era como ver a una tormenta hecha hombre.
¿Y qué hacía yo? Oculta. Observándolo como una loba en celo sin dignidad alguna. Pero es que no podía evitarlo. Mi cuerpo lo buscaba incluso cuando mi mente suplicaba un poco de cordura.
Y entonces, ella apareció.
Ira.
La vi acercarse como quien no quiere la cosa. Con esos movimientos felinos que gritaban “mírame”. Claro, todos los mach